martes, 5 de julio de 2011

La desesperación en la construcción de la personalidad.

Kierkegaard hace alusión a la desesperación como una enfermedad mortal , se trata de un estado psicológico de quien ya no espera nada, ha sido aniquilada su esperanza. Es reconocer que hemos sido engañados: aprendimos mentiras como si fueran verdades .

La ingenuidad de Aristóteles le hizo suponer que era posible la aprehensión directa de la realidad , no se percató que es imposible no interpretarla tanto en la fisiología como en la psicología. Los sentidos sólo pueden captar aquello que es descifrable para sus sensores, por lo tanto necesariamente sesgan la realidad, a lo que debemos sumar la interpretación compleja de los sistemas cerebrales superiores, influidos por las atribuciones culturales. En fin: las estrellas están en el cerebro .

El mundo simbólico se ha insertado dentro de la naturaleza para robarse la realidad, hemos sido insertados en el orden artificial del lenguaje, arrojados sin ser consultados , degenerados por la sociedad hemos sometido nuestra esencia a la disparatada organización económica y productiva.

El sentido de la existencia ha sido esbozado por parámetros ajenos al ser, se hizo irreflexivo, más determinista que los genes. El tener se impuso ante el ser y el deber ante la libertad.

La escuela y la familia son las instituciones que tienen el encargo social de alienar al ser, obligarlo a abandonar sus potencialidades para que pueda constituirse en un sujeto productivo, han sido hechas para aniquilar sueños, proponiendo valores intrascendentes, reforzadas por los medios masivos de comunicación.

¡Está prohibido ser uno mismo! Quien sigue la consigna no llega a desesperar, su forma de vida se establece a partir de los parámetros exitistas: dinero, fama y poder. Los logros académicos y los económicos ofrecen certidumbre, se sabe a dónde llegar porque el camino está asfaltado y con excelentes señales: es imposible perderse.

Sin embargo, ni bien se inicia la carrera, estamos obligados a perder nuestra alma, se prohíben los sentimientos, se niega la posibilidad de existir: primero los deberes. La sociedad ha desarrollado excelentes sistemas de represión de todo aquello que pueda alertarnos sobre el engaño: se prohíbe el amor, el sexo y el arte.

El amor es el gran enemigo del poder, incierto conduce inevitablemente a la desesperación, no obliga, libera. Permite que dos seres puedan existir a partir del reconocimiento del otro, constituyéndose en un colectivo revolucionario de dos , el caos del amor intensifica el orden del mundo simbólico, obliga a la irreverencia, a la rebelión.

Los amantes existen en el nuevo mundo construido por ellos mismos, un mundo donde todo adquiere significados distintos, determinados por la voluntad y las ganas de llamarse de otra manera que surge detrás de la intimidad y la pasión.

Pero la sociedad inventó el matrimonio para inhabilitar la libertad de la pasión, obligados por la sobrevivencia los amantes tienen que declinar ante las exigencias sociales. El divorcio surge como una alternativa social ante el fracaso marital, un recurso feroz para arremeter contra la imposibilidad de amar y dejar de ser al mismo tiempo. Los esposos luchan frenéticamente para no dejar surgir a los amantes, el amor sede su lugar al poder: violencia, aburrimiento, rutina.

El orgasmo es una experiencia que permite la liberación de las tensiones corporales , breve instante de inconsciencia, el cuerpo se emancipa del dominio de la mente, adquiere independencia en los estertores del placer, se rebela contra la opresión del estrés.

El estrés es el grito desesperado del alma. Hemos llevado a nuestro cuerpo donde nuestra alma no debería estar. La tensión muscular es señal de huída o ataque en la naturaleza, en el mundo simbólico lo es del deber. Así el estrés postraumático se perfila como la más triste expresión del absurdo social: torturas, guerra, traumas. Todo ello a nombre del poder, de las ideologías, de las aniquiladoras de sueños.

Por ello, es mejor asociar el sexo al pecado, a la enfermedad, y con ello se condena a nuestro cuerpo, se le obliga a ser testigo impasible de la alienación del sí mismo. Descartes ayudó a escindirlo del alma, a pesar de que Aristóteles quiso unificarlos, el método cartesiano racionalmente nos dividió.
Sin cuerpo y sin amor, el poder puede hacer de las suyas. El miedo es la base de la moral precaria, la moral del mediocre, de aquél que jamás desespera, el que no se sabe vivo porque no reconoce su mortalidad. En silencio el alma expresa su desazón a través del arte.

El arte no sirve ni debe servir para ningún fin , simplemente es irreverente con lo establecido, ahí está intacta el alma: colorida en la pintura, fugaz en la danza, sonora en la música, estática en la escultura, secuestrando palabras en la poesía.

El arte denuncia la desesperación plasmándose en la estética, aquella que como la ética no puede decirse, escapa a la alienación del lenguaje, no puede ser atrapada por las convenciones, no puede ser regida por el poder, es así evanescente como el viento y la arena, no puede ser comprendida por aquél que no desespera, salvo que lo haga desesperar confrontándolo con su finitud e insignificancia, quizás sea la función del arte…sin querer, la de hacernos desesperar ante la magnificencia de la belleza.

¡Ay belleza! Emerge de la más profunda desesperación, Kierkegaard la asemejaba a los gritos desesperados de los condenados al toro de Fálaris , aquella cruel máquina que mientras asaba a los condenados convertía sus alaridos en música.

El arte deviene pues de la experiencia de la desesperación, es la angustia: el vértigo de la libertad , el miedo a ser libres , el terror a apropiarnos de nuestra vida, responsabilizarnos de nosotros mismos .

La desesperación nos acecha desde la mirada oscura de la muerte, la experiencia más democrática posible. Pues todos moriremos tarde o temprano, es la cadena que nos ata al mismo destino: dejar de vivir.

El poder no le teme a la muerte, el amor le tiene pavor. Los poderosos están dispuestos a morir por sus ideas, los amantes preferirán seguir vivos a pesar de las ideas. ¡Los amantes son cobardes! Sobre todo la vida y nada más que la vida.

Los poderosos se consideran inmortales, quieren ser dioses por decreto, inmortales por ley. Los amantes son mortales y por ello se desesperan enredándose en sus cuerpos y en sus almas hasta derretirse de besos y miradas: carpe diem quam minimum credula postrero (captura el día, no asegures que vendrá otro igual).

Los amantes como los maestros zen viven en el hic et nunc (aquí y ahora), convierten el tiempo en una experiencia relativa al instante apasionado. Y es que el amor duele apasionadamente, porque obliga a la constante confrontación con el vacío inefable de la ausencia.

Cuando la legitimación del otro me hace existir me abandono plenamente a mi existencia, produciéndose así la posibilidad de ser libre, y al liberarme expulso mi alma, desnuda al fin de las ropas hirientes impuestas por la enajenación, entonces el ser se siente íntegro, sus potencialidades se hacen posibles. De pronto debe darse la despedida, el momento es tenebroso debido a la exposición del sí mismo, la desesperación da lugar a la angustia, la angustia es la voz del vacío, el miedo a la nada es inmenso e intenso.

Es así que el amor nos precipita obligatoriamente a la nada, a reconocernos como fugaces pasajeros de la vida. Los amantes se atreven a todo porque lo han perdido todo, sólo se tienen a ellos mismos sin saber que siempre sólo se tuvieron a ellos mismos, están forzados a descarnarse, a mirarse a los ojos con sus propios ojos, cerrándolos para contemplar la oscuridad del silencio.

El éthos es el modo de ser, la manera como aparecemos ante el mundo, aquella instancia que nos da un lugar, una identidad, es la conciencia del sí mismo que se posesiona entre el ser y la personalidad.

El éthos se estructura para protegernos de las impertinencias del mundo, para que ocupemos un lugar, un poder ser sin enajenarnos. Para ello es preciso haber sido amados por nuestros cuidadores, es decir, protegidos y reconocidos. Sin la experiencia de protección y legitimación la máscara nos protege del otro en lugar de proteger nuestra esencia. Afanados en ser queridos nos olvidamos de quienes somos, buscamos desesperadamente la aceptación y el cariño.

Nos negamos a nosotros mismos para obtener ese reconocimiento, promovemos entonces la organización de armaduras rígidas que tensionan nuestro cuerpo, el carácter es la forma cómo mi cuerpo sobrevive a las represiones y se muestra a través de un ego rígido infranqueable porque detrás de él hemos perdido nuestro ser.

La personalidad es la cobertura del éthos, una máscara para presentarnos al mundo, nos oculta pero puede llegar a perdernos cuando se hace más importante que el alma. Esa máscara es un recurso para comunicarnos pero al mismo tiempo puede ser nuestra perdición cuando la confundimos con nosotros mismos. En otras palabras, la personalidad es un instrumento, una simple herramienta de interacción.

Cuando alguien confunde su personalidad con su esencia, pierde la posibilidad de amar porque no será capaz de desenmascararse – requisito indispensable en el amor-, como consecuencia se introducirá en el ego que requiere alimento del otro para darle sentido al sí mismo.

En ese sentido existen tres tipos de egos: el ego vanidoso, el dependiente y el difuso. En el primer caso se presentarán las personalidades narcisistas, pedantes y despreciativas de los demás. Por su parte, los egos dependientes pretenderán afianzarse a egos poderosos para poder existir, buscan ser protegidos y no toleran la soledad. Finalmente el ego difuso determina personalidades incoherentes, ambivalentes e impulsivas, debido a la falta de identidad buscan modelos para parecerse a ellos, mejor aún si son absorbidos por ellos.

Los trastornos de la personalidad tienen esos ribetes, personas incapaces de amar porque han perdido el alma al aferrarse a sus egos, han hecho del yo una realidad, olvidándose que es un invento construido para subsistir en el mundo prefabricado. Gazzaniga afirma que el yo es una construcción del cerebro, su intención es engañarnos para protegerlo.

Quien adolece de un trastorno de personalidad es incapaz de renunciar a su ego, el sentido de su vida gira alrededor de él, ya sea para alimentarlo, depender o buscarlo. La causa de esta organización pesarosa tiene raíces biológicas y familiares, las primeras relacionadas con la disponibilidad genética y la segunda con los juegos de la familia.

El trastorno de personalidad asegura la esperanza en vez de la desesperación. Desarrolla la fe en uno mismo en lugar de asumir la soledad y la incertidumbre. Promueve el poder como opresor o como eterna víctima, imposibilita el encuentro legítimo al favorecer la presencia plástica e inauténtica.

Referencias

Kierkegaard, S. (1995) Tratado de la desesperación. Buenos Aires: Leviatán.
Russell, B. (1956) Obras escogidas. Madrid: Aguilar.
Aristóteles. (1969) De Anima. Buenos Aires: Juárez.
Russell, B. ob.cit.
Popper, C., Eccles, J. (1985) El yo y su cerebro. Barcelona: Labor.
Stein, E. (2010) La filosofía existencial de Martin Heidegger. Madrid: Plaza
Alberoni, F. (1998) Enamoramiento y amor. Barcelona: Gedisa.
Reich, W. (1972) La función del orgasmo. Barcelona: Paidós.
Wilde, O. (1981) De profundis. Barcelona: Seix Barral
Kierkegaard, S. (1999) Diapsalmata. Santiago: Cuatro Vientos.
Kierkegaard, S. ob.cit.
Fromm, E. (2008) El miedo a la libertad. Barcelona: Paidós.
Sartre, J.P. (2007) La náusea. Buenos Aires: Losada.
Reich, W. (1996) Análisis del carácter. Buenos Aires: Paidós.
Gazzaniga, M. (1999) El pasado de la mente. Santiago: Andrés Bello