lunes, 30 de marzo de 2009

El juego del amor (segunda parte): RECIPROCIDAD AMOROSA

¿Eres tú o soy yo a quien hacemos feliz?
Rainer Maria Rilke



La pareja es el sistema social más pequeño. Se compone de dos elementos en permanente interacción para evitar el incremento de la entropía. Por eso es un sistema frágil, está expuesto al ingreso de entropía externa y a su provocación interna. El recurso que utiliza la pareja para estabilizar su sistema es la reciprocidad.

Von Bertalanffy (1968) estableció que la reciprocidad es el proceso por el cual una parte del sistema cambia y éste a su vez interactúa con las partes del sistema haciéndolas también cambiar[1]. El continuo proceso de intercambio permite la estabilidad del sistema, en el caso de la pareja es el único recurso interno que poseen sus miembros para evitar la gestación de niveles entrópicos imposibles de reducir.

En el área de la antropología cultural, Temple (1986)[2] considera a la reciprocidad como un intercambio de “dones”. Según este investigador la reciprocidad es contraria a la prestación, en la cual la persona entrega algo para satisfacer un interés propio, mientras que en el caso de la reciprocidad lo que interesa es el bienestar del otro. La ganancia se establece en la construcción de la relación entre los donantes[3].

La reciprocidad debe responder a dos reglas fundamentales: debe darse sólo a quien necesita[4], no debe darse más de lo que el otro pueda devolver[5].

En relación a la primera regla: cuando se da a quien no necesita, se produce el resentimiento, porque es una acción injuriosa para el que recibe, ¡no puede devolver! Algunas relaciones conyugales se establecen por gratitud y no por amor, la persona agradecida no tiene más remedio que mantenerse con quien no ama para de esa manera equilibrar un sistema donde no es posible la reciprocidad, uno de los dos dio demás.

La segunda regla, podríamos llamarla la regla de la “yapita”: para que el sistema continúe activo produciendo pequeñas entropías que pueden ser reducidas, se debe entregar con un poco más, de tal forma que el otro pueda devolver lo que le dimos con ese pequeño interés. Cuando se entrega cabal, el sistema se estabiliza y no puede crecer. Es necesaria la pequeña deuda para producir movimiento en la relación.

El vínculo amoroso se forja como una danza, el paso de uno dirige al paso del otro. Se trata de un baile en que ambos danzarines obtienen beneficios potenciales para cada uno[6]. La danza amorosa se produce gracias a los intercambios recíprocamente positivos: halagos, caricias, apoyo, actividades lúdicas, etc.

La psicoterapia conductual de pareja se centra fundamentalmente en el establecimiento de conductas que refuercen el comportamiento positivo del cónyuge. La reciprocidad positiva lleva necesariamente a la satisfacción conyugal a través de un círculo vicioso de gratificaciones[7].

La funcionalidad conyugal se produce en un sistema parcialmente abierto que permita el crecimiento personal de sus miembros. El producto de la reciprocidad es una entropía interna que requiere ser reducida a partir de nuevos productos de intercambio, si los amantes no son capaces de enriquecerse a sí mismos, tarde o temprano dejarán de tener dones para continuar con el intercambio. Si solo uno de ellos crece y el otro no, es probable que el vínculo se desequilibre produciéndose la recepción de uno solo rompiendo la primera regla de la reciprocidad. Si ninguno de los dos se enriquece el sistema se estabiliza impidiendo el crecimiento de la relación.

La afirmación de Gikovate “el amor se construye entre dos seres completos”[8], echa por tierra la idea de que amamos a nuestra “media naranja”. No es posible el amor entre medias naranjas porque no tienen nada distinto que ofrecer al otro. El amor obliga a que ambos miembros de la pareja tengan siempre algo que dar que al otro le falta pero en la medida justa: ni más ni menos.

Cuando el sistema amoroso es cerrado, no es posible la salida de ninguno de los miembros, ni la entrada de nuevos elementos, entonces se agota la posibilidad de dar y recibir. En un sistema conyugal cerrado es muy probable la emergencia de la violencia como recurso homeostático, la reciprocidad positiva da lugar a la negativa, dañándose a las personas que componen la relación. Los juegos de poder son producto de ese tipo de configuración conyugal, los celos y el control producen el miedo que reemplaza al amor.

La pareja como sistema abierto impide el enriquecimiento del vínculo porque será menos valorado que la realización personal. El modelo del “matrimonio abierto” como una alternativa a la vida conyugal tradicional no sostiene una relación amorosa, tal vez logre la satisfacción personal pero impide la construcción del amor. El amor exige libertad y compromiso: libertad para el crecimiento personal y compromiso para la construcción del “nosotros”.

Cuando el vínculo amoroso es producto de la persistencia recíproca del intercambio y la autorrealización de cada uno de sus miembros, es frecuente el asombro ante las permanentes novedades de la relación y de los cambios personales. El “nosotros” no absorbe a las personas ni es descuidado por ellas, sus cimientos descansan en la confianza mutua.

En ese clima de confianza los esposos pueden dejar de ser hijos y pueden ser padres, la pareja ha sido construida a través del mecanismo de la reciprocidad positiva que se torna una costumbre en la relación. Pueden ser padres sin dejar de ser pareja, y podrán dejar partir a los hijos porque se sostendrá la relación conyugal.

La construcción conyugal no es eterna, puede terminar con el divorcio o puede ocurrir la muerte de uno de los amantes, pero al haberse desarrollado la individualidad en el seno del amor, las personas pueden seguir sus vidas sin necesitar al otro. Sin embargo, cuando las personas se involucran en el desarrollo de los vínculos recíprocos la sensación que se tiene es la de infinitud, porque no existe límite al dar y recibir, cada poco que se entrega obliga a su devolución que es vivida como un nuevo recibimiento que debe ser devuelto, y así hasta el infinito.

La interrupción repentina de la mutualidad amorosa deriva en una desazón equiparable a la depresión: ¿qué hago con tanto que todavía tengo para dar?, ¿qué hago con lo que he recibido? La ruptura amorosa es vivida como un duelo sin objeto o una pérdida ambigua porque la única persona que puede entender el dolor es la persona que nos deja.
[1] Von Bertalanffy, L. (1968/1998) Teoría General de Sistemas. México: Fondo de Cultura Económica.
[2] Temple, D. (1986) La dialéctica del don. Ensayo sobre la economía de las comunidades indígenas. La Paz: Hisbol, AUMM, R y C.
[3] Temple, D., Layme, F., Michaux, J., Gonzales, M. Blanco, E. (2003) Las estructuras elementales de la reciprocidad.
[4] Ibid
[5] Weber, G. (2004) Felicidad dual. Bert Hellinger y su psicoterapia sistémica. Barcelona: Herder.
[6] Ramírez, J. S. (2000) Negociar es bailar. Conceptos y guías para la negociación eficaz. La Paz: Santillana/Aguilar
[7] Gilbert,M, Shmukler,D. (2000) Terapia breve de parejas. Un enfoque integrador. México: Manual Moderno
[8] Gikovate, F. (1996) Uma nova visão do amor: São Paulo MG editores.

sábado, 21 de marzo de 2009

EL AMOR NO CORRESPONDIDO

Por: Dr. Bismarck Pinto Tapia
Universidad Católica Boliviana "San Pablo"

"¡Le ordeno a usted que me quiera!"
Francisco Franco


El amor es una experiencia que necesariamente duele. Amar es jugarnos completos por el otro desconocido. Es un gran riesgo. El extraño puede o no corresponder a nuestro amor, si lo hace estaremos en la obligación de mantener un vínculo recíproco, si no tendremos que recuperar los trozos de nuestra alma que quedan esparcidos en el terreno del juego amoroso.

Cuando amamos de verdad debemos asumir que la amada tiene derecho a querernos o no querernos, se trata de su responsabilidad, no de la nuestra. Si nos ama, bien, sino debemos dejar marchar. Amar es desear la felicidad del otro a pesar de nosotros, de ahí que si el amante no es feliz al lado nuestro, porque lo amamos, lo dejamos partir.

La capacidad de afrontar un amor no correspondido se relaciona con nuestra historia de apego: si en nuestra infancia hemos obtenido seguridad emocional gracias a la protección adecuada de nuestros cuidadores, entonces seremos capaces de soportar las separaciones afectivas, en cambio, si nuestra historia de protección tiene que ver con la ansiedad o negligencia, será más difícil soportarlas.

Si bien el estilo de apego recibido es un factor importante en la forma cómo las personas establecen sus vínculos amorosos, también lo son las experiencias de pareja previas. Por ejemplo, el haber tenido una relación tortuosa, donde la persona fue víctima del control y la posesión, en la siguiente relación lo más probable es que se evite la intimidad por miedo a repetir la historia.

El dejar partir es un requisito de toda vinculación afectiva madura, implícitamente todo encuentro incluye la posibilidad de despedida. Una historia que refleja dicha relación intrínseca del amor es la que relata Antoine de Saint Exupèry en el Principito:
“Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se aproximó la hora de la partida:
- Ah! - dijo el zorro... - Voy a llorar.
- Es tu culpa – dijo el principito -, yo no te deseaba ningún mal pero tú quisiste que te domesticara.
- Claro – dijo el zorro.
- ¡Pero vas a llorar! – dijo el principito.
- Claro – dijo el zorro.”

La ingenuidad del Principito se manifiesta en su incredulidad de que algo tan bonito como crear lazos termine de manera dolorosa, el Zorro, entonces le hace comprender el por qué la rosa que el pequeño príncipe dejó en su planeta es única en el mundo:
“Es el tiempo que has perdido en tu rosa lo que hace a tu rosa tan importante”.

Si no hubiéramos amado a la persona que ahora nos deja, no nos dolería su alejamiento. Amar a alguien es como hacer una inversión a ciegas: lo damos todo por un desconocido. Puede pasar que luego nos sintamos a gusto con esa persona, pero esa persona puede o no sentirse a gusto con nosotros. Lo más grave es cuando consideramos a esa persona el hombre o la mujer de nuestra vida, pero no somos lo mismo para ella. El dolor es inevitable.

Muchas personas evitan entregarse plenamente por miedo a la intimidad, son principitos y princesitas que prefieren huir de los vínculos porque no toleran la idea de la separación. Inevitablemente los encuentros van seguidos de despedidas. Aún cuando el amor es correspondido, debemos desprendernos de las imágenes de las que nos enamoramos para dar la bienvenida a la nueva persona que se encuentra debajo de ellas.

El amor nos devela, nos arranca las máscaras que llevamos pegadas a la piel, nos muestra quiénes somos y quién está con nosotros. Puede ocurrir el encanto o el desencanto, los que no necesariamente son recíprocos: uno se encanta y el otro se desencanta.

Lo ideal es que ambos se encanten o ambos se desencanten, en el primer caso acordarán seguir construyendo la relación, en el segundo: la romperán. ¿Qué se hace cuando uno está hechizado y el otro desencantado? Es ahí que el amor exige la madurez de los amantes, ambos deberían aceptar la decepción, el primero dejar partir y el segundo decir adiós.

Sin embargo, algunas personas son incapaces de soportar la decepción, quieren ser amados aunque no lo sean. Entonces surge la manipulación a través de diversas estrategias: genera culpa a través de amenazas de suicidio o de cualquier acto auto punitivo, produce miedo amenazando de muerte a la persona o a gente querida, actúa con violencia, chantajea con secretos que conoce, crea intrigas entre amigos y/o familiares, etcétera. Si tienen hijos, se los involucra en el problema para evitar la separación.

Algunas personas que se dan cuenta que su consorte no es lo que quieren para su vida pueden negarse a sí mismas su descubrimiento para evitar lastimar al otro o para mantener las apariencias, buscan pretextos para continuar juntos o alientan falsas esperanzas, sin reconocer que el cambio no depende de ellas, no entienden que el amor no es un instrumento para cambiar al otro y se embarcan en una misión paradójica: ya no lo aman porque no lo aceptan ni toleran, pero quieren a través del “amor” convertirlo en lo que les hubiera gustado que sea.

Amar obliga a la aceptación total del otro, incluyendo virtudes y defectos. Si hay amor existe libertad y la persona amada cambia porque quiere, no porque es amada. El amante debe aprender a querer lo nuevo que aparece o a tolerarlo; si no puede, debe reconocer que no es capaz de amar las nuevas cosas del otro y si éstas son inconciliables con los valores de la persona, lo mejor será decir adiós.

La confianza y la tolerancia son dos pilares indispensables para continuar una relación de pareja. No es posible estar seguros del amor del otro, por eso es indispensable confiar. Es un error reemplazar la confianza por el control porque el poder reemplazará rápidamente al amor y luego se producirá la violencia. Otro error es insistir en que el otro cambie y dedicarse a verificar las mudanzas solicitando a la vez sinceridad incondicional, lo que se generará será un juego de persecución definiendo una relación materno/ paterno – filial.

Un amor bien sucedido no necesariamente define una relación eterna. Es posible que en el camino se produzca el desencanto debido a los cambios en uno y en el otro, también lo es que alguno o ambos dejen de quererse.

Los tres riesgos nefastos que corren los amantes son: dejar de amarnos, dejar de amarte o que dejes de amarme. Lamentablemente si existe amor indefectiblemente se enfrentan esos peligros. El amor ofrece incertidumbre, es el poder el que da certeza. Si no se afronta el desamor, éste puede convertirse en odio y en lucha de poder. Poseer al otro a través del miedo o la culpa permite evitar la despedida y por lo tanto un nuevo encuentro.

El poder evita el reencuentro con el amante y así conseguir la renovación de la relación. Pero también impide la posibilidad de estrechar lazos con otra persona, porque es imprescindible cerrar las cosas pendientes con quien se estuvo antes.

Sin embargo, existe el riesgo benéfico: que al desencantarse se encanten aún más de lo que estaban antes al descubrir nuevas cosas en el otro, produciéndose así una renovación del vínculo amoroso anterior. El amor lo exige: sin libertad no es posible amar.