miércoles, 16 de mayo de 2018

Protección del terapeuta sistémico.




Por: Bismarck Pinto Tapia, Ph.D.



Debes vaciarte de aquello con lo que estás lleno,
para que puedas ser llenado de aquello de lo que estás vacío.
San Agustín


El
 trabajo de los terapeutas implica el sometimiento a altos grados de estrés[1], sobre todo cuando se trabaja con pacientes difíciles[2]. En un estudio sobre las características de los pacientes que producen mayor estrés, se cita en primer lugar aquellos con riesgo de suicidarse, la situación más estresante es la vinculada con la imposibilidad de poder ayudar y la atención de más de tres pacientes al día[3].

Un riesgo frecuente en los psicoterapeutas es el burnout[4], entendido como un síndrome del estrés laboral, se compone de tres factores: fatiga emocional, despersonalización y crisis de la vocación[5]. El burnout es más frecuente en psicoterapeutas jóvenes y con poca experiencia, a ello se suma la falta de equilibrio entre el trabajo y el ocio, además de poco apoyo social[6]. La profesión del psicoterapeuta se encuentra entre las de mayor riesgo suicida, consumo de sustancias y divorcio[7].

Si los estudiantes de psicología interesados en la rama clínica conocieran la complejidad del trabajo es probable que deserten hacia áreas menos conflictivas de la psicología aplicada. Sin embargo para quienes estamos en este rubro no queda más alternativa que aprender a vivir con el estrés y la angustia. Sin embargo nuestro trabajo vale la pena debido a varias razones, la más importante es el servicio efectivo a los demás, estamos entrenados para paliar el sufrimiento devolviendo a las personas la alegría de vivir. El alivio no solamente se restringe a la persona sino a quienes conviven con ella, el enfoque sistémico promueve la extensión de las consecuencias positivas de nuestro trabajo. A ello debemos añadir la obligatoriedad de la actualización que conlleva la investigación y con ella la adquisición de conocimiento promoviendo el acercamiento a respuestas a preguntas sustanciales de nuestra ciencia.

Nuestro trabajo nos obliga a vivir con incertidumbre porque la psicoterapia no es suficiente para el cambio, a veces circunstancias ajenas al tratamiento pueden empeorar la situación del paciente o mejorarla. Los estudios sobre efectividad y eficiencia de la psicoterapia no permiten la certeza absoluta[8] por lo tanto no es suficiente el fundamentar nuestro accionar en función a la validación de nuestras técnicas. Estamos obligados a someter constantemente a la validación científica de nuestro quehacer clínico. La convivencia con la incerteza conlleva la permanente sensación de insuficiencia de la terapia, de ahí la angustia ante las demandas desesperadas de nuestros pacientes. Sabemos más que ayer, pero aún no sabemos lo necesario.

Las experiencias en el consultorio conllevan marcados niveles de estrés, más aún si coinciden con momentos críticos de nuestro ciclo vital o situaciones difíciles por las que atravesamos. Es muy difícil mantenernos en niveles óptimos de felicidad, hay una noticia para dar a nuestros pacientes: ¡también somos humanos!

Nuestra labor también nos enfrenta a situaciones muy desesperanzadoras: un hijo autista, duelos difíciles, experiencias traumáticas, depresión, esquizofrenia, retardo mental, divorcios complicados, abandono y desolación. No todos los problemas pueden ser resueltos, es mortificante el no poder dar esperanzas, lo más frecuente es teorizar esos problemas en lugar de afrontar la desesperaza.

La consecuencia de nuestro trabajo se sintetiza en un término “fatiga por compasión”[9]. Está ligada a las características peculiares de nuestro trabajo, estamos obligados a mantener altos niveles de empatía y de concentración. Se ha estudiado el trauma vicario[10] como resultante de la constante interacción con el sufrimiento, es decir, podemos asumir la experiencia traumática de nuestros pacientes como ocurrentes en nuestra persona.

En el ámbito de los servicios de salud acuñaron el término “autocuidado”[11], relacionado con el trabajo con pacientes enfermos[12]. Este concepto también se utiliza en psicoterapia hace referencia a las competencias del terapeuta para cuidar su salud y tener una buena calidad de vida, añadiendo la importancia de saber afrontar los problemas cotidianos tanto laborales como personales[13].

Sin embargo, considero al concepto “autocuidado” como insuficiente para atender la problemática emocional vinculada con nuestro trabajo. Pretendo plantear una nueva perspectiva desde la concepción de la “protección”. A continuación estableceré las pautas necesarias para la revisión del término.


¿Cómo sobrevivir al desconcierto, al estrés, a la fatiga por compasión y al trauma vicario?

La incertidumbre es un estado emocional y cognitivo que debemos aprender a enfrentar. La certeza es peligrosa porque nos impide escuchar al paciente. Debemos aprender a cuestionar las teorías para hacerlas más idóneas en el servicio eficiente a los demás. El camino más acertado es el del estudio permanente, debemos estar al día con los avances científicos de la psicología, esto permite el contraste con nuestras convicciones. Es difícil asumir que estamos equivocados, pero es peor mantenernos enceguecidos por nuestro orgullo, la consecuencia será el fracaso terapéutico y con ello el impacto negativo en la vida de nuestros pacientes.

La revisión de estudios acerca de la efectividad y eficacia de la psicoterapia permiten establecer los mejores recursos terapéuticos para nuestros pacientes, la búsqueda de las más eficientes y eficaces terapias nos ofrecerán la tendencia actual para el manejo exitoso de nuestro trabajo. Por ejemplo, reconocer que la terapia cognitiva es la más efectiva para el tratamiento de la depresión[14] me ha obligado a introducirla dentro del enfoque relacional sistémico, favoreciendo claramente el tratamiento de la depresión. Siendo la Terapia Dialéctica Conductual la más eficiente y eficaz en el tratamiento del trastorno límite de la personalidad sobre todo ante el riesgo suicida[15], la he contrastado con los fundamentos sistémicos encontrando varias coincidencias, de tal manera que empecé a asimilar sus técnicas en mi trabajo con pacientes limítrofes. La Terapia Centrada en Emociones está demostrando altos niveles de efectividad en la terapia de pareja[16] por lo que actualmente estoy incursionando en su estudio.

El mejor ejemplo de revisión teórica y metodológica en el campo de la Terapia Familiar ha sido el trabajo del equipo de Selvini Palazzoli cuando revisaron la efectividad del modelo centrado en la intervención invariante[17]. No es admisible desde la perspectiva ética el evitar la revisión de nuestros modelos porque atenta contra el principio de benevolencia. Todo lo que hacemos debe evitar dañar, por lo tanto es obligatorio ofrecer a nuestros pacientes métodos terapéuticos fidedignos.

El reconocimiento de nuestros límites teóricos ocasiona inevitablemente una disonancia cognitiva[18], entendida como el contraste entre la evidencia y nuestras creencias, deriva en la racionalización de la contradicción para evitar el cambio de actitud. Me ha pasado con el psicoanálisis, la Terapia Guestáltica y la Terapia Narrativa. Tres corrientes fascinantes pero lamentablemente ineficaces. Considero que algunos colegas se empecinan en mantenerse rígidos ante los cambios inevitables de nuestra ciencia por efectos de la disonancia. Es curioso observar la proliferación de explicaciones lógicas entreveradas para justificar premisas equivocadas. Lamentablemente no porque tenga lógica significa que la explicación es verdadera[19].

Es preferible reconocer la invalidez de nuestras técnicas que mantenernos obcecados en el más de lo mismo. Por eso considero importante en la formación de terapeutas la formación continua en investigación y la actualización del conocimiento clínico. He reconocido como fundamental el conocimiento neuropsicológico y las etapas del desarrollo, a lo que se debe añadir los conocimientos sólidos en psicopatología. Si cumplimos con esos requisitos disminuirá el desconcierto: actualización y revisión de la efectividad y eficiencia de nuestros modelos.

El estrés lo conceptualizo como el grito desesperado de nuestra alma dirigido al cuerpo pidiéndole que la saque del lugar donde la trajo. Por eso el estrés se manifiesta en tensiones musculares, prepara al cuerpo para la huida, pero no hace caso, entonces más y más tensión. La definición de estrés es irreverente, es la interpretación de los eventos desadaptativa[20], es una evaluación cognitiva resultante en tensión. Considero su irreverencia porque recae en la singularidad de las atribuciones dados a los eventos, se relaciona con la degeneración de nuestra especie, al dejar de ser animales nos desnaturalizamos, manteniendo al organismo incólume ante los cambios de la civilización, las emociones deben regularse porque si no lo hacemos seremos incapaces de sobrevivir.

Es gracioso, el estrés de nuestros pacientes nos produce estrés. He tenido experiencias donde he sentido ganas de escapar del consultorio. El absurdo de algunos problemas me impacienta. He aprendido a relajarme y utilizar mi estrés para darle sentido al vínculo terapéutico, pero a pesar de todo me agoto.
Es importante diferenciar el estrés de la fatiga o agotamiento. El estrés es señal de incomodidad con la situación, la fatiga es cansancio. Se trata de los altos niveles de concentración indispensables en la relación con los pacientes, mi querido amigo Felipe García me hizo notar el desatino de atender más de tres pacientes al día. Cuando decidí reorganizar mi atención en el consultorio, reduciendo la atención de pacientes, no solamente me siento más saludable sino, y lo más importante, más efectivo.

Cuando estamos cansados, debemos descansar, la solución está en la palabra. Nuestro cuerpo necesita dormir por lo menos seis horas por la noche. A eso añado una hora de siesta. Ver películas, leer libros ajenos a la Psicología, hacer ejercicio y escuchar música son actividades para que mi prefrontal tome vacaciones todos los días. Todo eso tiene que ver con el manejo inteligente de la fatiga. Con el estrés pasa otra cosa.

Estrés y realización personal van de la mano. Los niveles y frecuencia del estrés se relacionan con la satisfacción laboral. Menos estrés, más satisfacción[21]. Es importante diferenciar felicidad de bienestar. La primera tiene que ver con la experiencia subjetiva de un rasgo emocional feliz permanente, independiente de la estabilidad económica. El bienestar se asocia a la calidad de vida, implica holgura económica principalmente[22]. Eso explica la infelicidad de quienes dedicaron su vida al trabajo, lo uno no se relaciona necesariamente con lo otro. Es una bendición cuando el trabajo coincide con la felicidad, pero no necesariamente ocurre.

La concepción de la felicidad como un estado, conlleva a la búsqueda insaciable de momentos felices, mientras que la felicidad como rasgo hace de la forma de ser feliz inquebrantable ante los avatares de la vida[23]. Los terapeutas sistémicos debemos ser felices, sino nuestro trabajo será contradictorio e incongruente. La confianza se sustenta en la confirmación de la congruencia, nuestros pacientes al conocernos como personas felices tenderán a tomarnos como referentes.

Las investigaciones sobre la efectividad en psicoterapia, han demostrado que son dos los pilares para el éxito terapéutico: la sabiduría del terapeuta y su integridad como persona[24]. La sabiduría se relaciona con el conocimiento y la puesta en práctica de técnicas fundamentadas en la evidencia. La integridad conlleva al carisma del terapeuta desarrollado a partir de la autorrealización, la congruencia, la empatía y la capacidad de amar[25].

El desarrollo personal del terapeuta lo concibo como la capacidad de reconocer sus alcances y limitaciones emocionales. Por ello favorezco la experiencia del autoconocimiento a través de talleres de relaciones interpersonales[26] dirigidos al análisis de la historia familiar de los jóvenes terapeutas para ofrecerles la posibilidad de reconocer las resonancias[27] cuando se encuentren frente a los pacientes.

Otro recurso para la protección de los terapeutas es la supervisión de casos de manera directa e indirecta. La primera requiere de una cámara de Gesell para el trabajo del supervisor detrás del espejo. La supervisión directa visa la protección del terapeuta además de las orientaciones en el manejo del caso[28]. Después de la sesión procedemos al análisis del trabajo del terapeuta con el equipo de docentes y estudiantes. Pongo énfasis en las resonancias, debido al conocimiento de la historia familiar del joven terapeuta, es posible profundizar en los límites y alcances de su labor terapéutica. El procedimiento permite corregir los errores técnicos y encontrar las medidas requeridas para la protección del terapeuta.

En la supervisión indirecta[29], lo que se hace es analizar los casos a partir del relato del terapeuta. Es menos precisa en cuanto a las técnicas terapéuticas, y más efectiva en el análisis de las resonancias, porque el relato del caso generalmente está sesgado por las creencias y los esquemas personales del terapeuta.

La supervisión es un excelente recurso para enseñar a los terapeutas en formación la manera de darle sentido terapéutico al estrés y a las emociones durante la relación psicoterapéutica. He aprendido a utilizar la ensoñación resultante de la confusión para intervenciones ingeniosas como el uso de metáforas, anécdotas, cuentos, sensaciones corporales y demás recursos analógicos como ruidos significativos, ante los cuales las personas se ven obligadas a darle algún sentido.
 
El trauma vicario se neutraliza a partir de la reflexión sobre las resonancias, saber delimitar la problemática de los pacientes y nuestros propios problemas se facilita a partir de las experiencias del autoconocimiento y la supervisión. La toma de conciencia de nuestro sufrimiento personal impide la mezcolanza con el sufrimiento de los pacientes, promoviendo el desarrollo incansable de nuestros recursos de compenetración: la empatía y la teoría de la mente.

El equilibrio entre nuestra práctica terapéutica y la vida personal, requiere de un elemento imprescindible: tener algo más importante que nuestro trabajo. Es como tener la rosa de El Principito, alguien “domesticada”, así se ubica en el centro de nuestra vida. Personalmente sitúo esa superlativa relación en mi relación amorosa con mi esposa, luego está mi familia. Enseño a formular una pregunta: ¿qué te obligaría a suspender una sesión de terapia? Parecida a la pregunta existencial sugerida por Frankl: ¿por qué no se ha suicidado todavía?, el sentido es el mismo, quien no tiene respuesta está en serios problemas.

Estamos obligados a ser personas íntegras, y para serlo no queda otra que ser feliz, es impensable un psicoterapeuta infeliz, sentirá envidia por la vida de sus pacientes y transmitirá amargura, además de no poder ser un referente. Parafraseando a Mario Moreno “Cantinflas”: si uno es feliz lo único que hace falta es hacer felices a los demás. La combinación del carisma con la sabiduría, permiten dar lo mejor en la relación terapéutica.

El mundo debe ser mucho más que el consultorio. Equiparo nuestra situación laboral a un hermoso jardín, en el centro está la rosa que domesticamos, rodeada de pequeñas flores que nos hacen sentir seguros emocionalmente, alrededor están otras flores: amigos, maestros, discípulos, nuestros espacios de realización personal (deporte, música, libros, mascotas, etc.). Si nuestra vida es pobre, si no tenemos áreas de desarrollo personal más importantes que nuestro trabajo, somos un peligro para los pacientes y para nosotros mismos. Tarde o temprano sucumbiremos en el burnout, el trauma vicario y en la fatiga por compasión.

Pienso que el autocuidado es un término ajeno a mi visión relacional sistémica. O quizás sea adecuado para los terapeutas sin relaciones interpersonales significativas. Por eso prefiero el término protección, porque necesitamos interactuar con personas queridas, sentirnos protegidos, encontrar además espacios importantes para seguir creciendo como personas. Pávlov aconsejaba a los fabriles a leer después del trabajo físico y a los profesores realizar actividades físicas. Es necesario combinar nuestro trabajo intelectual del consultorio con danza, deportes o caminatas cotidianas. De nada servirá un terapeuta enfermo y enclenque, requerimos salud integral. Y por supuesto, la alegría de vivir va acompañada del saber vivir.



[1] Norcross, J. C. (2000). Psychotherapist self-care: Practitioner-tested, research-informed strategies. Professional Psychology: Research and Practice, 31(6), 710.
[2] Rodríguez, M. J., & Arias, S. (2013). Autocuidado en terapeutas: estableciendo un buen vínculo con pacientes considerados difíciles. Revista Sul Americana de Psicologia, 1(2), 216.
[3] Deutsch, C. J. (1984). Self-reported sources of stress among psychotherapists. Professional Psychology: Research and Practice, 15(6), 833.
[4] Raquepaw, J. M., & Miller, R. S. (1989). Psychotherapist burnout: A componential analysis. Professional Psychology: Research and Practice, 20(1), 32; Simionato, G. K., & Simpson, S. (2018). Personal risk factors associated with burnout among psychotherapists: A systematic review of the literature. Journal of clinical psychology.
[5] Maslach, C. (2017). Burnout: A multidimensional perspective. In Professional burnout (pp. 19-32). Routledge.
[6] Simionato, G. K., & Simpson, S. (2018). Personal risk factors associated with burnout among psychotherapists: A systematic review of the literature. Journal of clinical psychology.
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[13] Yáñez, J., & Durruty, P. (2005). Ejes de Autocuidado para el Psicoterapeuta orientado a la Prevención del Síndrome de Burnout desde la Perspectiva de la Asertividad Generativa.
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[27] Elkaïm, M. (2004). L'expérience personnelle du psychothérapeute: approche systémique et résonance. Psychothérapies, 24(3), 145-150.
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[29] Kaslow, F. (2014). Supervision and training: Models, dilemmas, and challenges. Routledge.

lunes, 14 de mayo de 2018

Psicoterapia sistémica del duelo


Por: Bismarck Pinto Tapia, Ph.D.


Morir no duele mucho:
nos duele más la vida.

Emily Dickinson


El
 duelo es el proceso psicológico posterior a una experiencia de pérdida[1]. Comprendemos a la pérdida como a un daño en los recursos personales, materiales o simbólicos con los que se estableció un lazo afectivo[2]. Es una experiencia de intenso sufrimiento, conlleva varias emociones entremezcladas en el adulto y menos complejas en el niño[3].

Desde la perspectiva sistémica el duelo es un evento entrópico, puesto que obliga a la familia a enfrentar una desorganización ante la ausencia de un elemento. El proceso de reorganización facilitará o perjudicará el cumplimiento de las tareas indispensables para la resolución de la pérdida en cada uno de sus miembros[4].

A diferencia de los terapeutas centrados en la persona, nosotros contemplamos la estructura familiar y por lo tanto nos preocupa que la familia se mantenga como el recurso más importante para la sanación. La experiencia de pérdida obliga a la búsqueda de consuelo, la tristeza, el enojo, la nostalgia y el miedo se aglomeran en el sentimiento de angustia, de ella puede nacer la culpa, el odio o la depresión. Si bien la terapia individual fundamentada en evidencias, es altamente efectiva para la resolución del duelo[5], descuida el impacto en la organización familiar.

Por ejemplo, ante la  muerte de un progenitor la pareja sucumbe ante la tristeza, ocasionando su descuido por el trabajo en el hogar y en el cuidado de los hijos[6]. La familia funcional favorecerá la distribución de funciones tanto del difunto como del progenitor entristecido, los hermanos mayores podrán cuidar de los menores y asumir ciertos deberes en el hogar, también es posible que se recurra al auxilio de los miembros de las familias extensas. Una vez restablecida del dolor, el progenitor sobreviviente retoma sus funciones y reorganiza a la familia, la cual continuará su proceso evolutivo. Mientras en la familia disfuncional las cosas ocurrirán de otra manera, o bien no es posible la sustitución de funciones o éstas se instalan de manera rígida, ocasionando parentalizaciones y vinculaciones patológicas. Es pertinente concluir que la estructura familiar predice la resolución o no del duelo.

La muerte pone a prueba al amor. La capacidad de aceptación del dolor del otro permite la evolución normal del duelo, mientras que su disimulo o prohibición promueven el estancamiento de la tristeza. Esta detención del flujo emocional dirigido a la aceptación de la pérdida entraña la instalación del odio, culpa y angustia, ligada a la expectativa de recibir de alguien el afecto perdido. La consecuencia es la confusión amorosa, las personas buscarán ser consoladas en sus lazos eróticos, en vez de amar no cesarán en su búsqueda de protección.

En el caso de la madre o padre sobreviviente, puede surgir una absorción de la vida de los hijos, exigiéndoles cuidado y protección, lo cual deriva en la carencia de legitimidad de la existencia independiente de ellos. Por lo tanto, se hace imposible la desvinculación y la emancipación. Los hijos viven eternamente con la sensación de fracaso en su tarea de proteger a su progenitor. Conlleva una deuda imposible de pagar, porque un hijo no puede hacerse cargo de un adulto.

En estas familias disfuncionales es frecuente encontrar que el vínculo estrecho con uno de los hijos ocasiona el abandono de los otros. Las relaciones fraternas se ven perjudicadas ocasionándose celos y envidia tanto del hijo simbiotizado por la madre o el padre como de los hermanitos desplazados.

La desolación en la madre o el padre, puede activar la búsqueda de protección en alguien dispuesto a vincularse con la viudez. Esto ha de producir un enmarañamiento de sentimientos: el enamoramiento es capaz de anestesiar el dolor debido a la intensidad de la pasión desplegada en la nueva relación. La tristeza se ha escondido en el deslumbramiento del deseo y los juegos del amor. Es posible el desatino, como definir un nuevo matrimonio sin haber resuelto el duelo. Las consecuencias pueden ser desastrosas para los hijos, no podrán asimilar a la nueva persona como sustituto del difunto y considerarán al progenitor sobreviviente como un traidor si es el padre o traidora si es la madre.

En el caso de la muerte de un hijo, el proceso de organización familiar es mucho más difícil. La muerte de un hijo es la experiencia más dolorosa en la vida de las personas[7]. En algunos casos promueve la ruptura de la relación conyugal[8], porque la pareja es incapaz de sobrellevar el dolor debido a la emergencia de la culpa. En otros, al contrario el vínculo amoroso se fortalece[9]. Es probable que en uno y otro caso dependa de la funcionalidad conyugal y del apoyo social[10].

La muerte de un hermano produce un proceso de duelo complejo en los niños, debido a la tristeza de sus padres, muchas veces es complicado para ellos consolar y proteger a sus hijos ante la devastadora experiencia de la pérdida. El duelo en los hermanos dependerá del tipo de lazo con el difunto. Si la relación era conflictiva, es probable el desarrollo del sentimiento de culpa, si al contrario era armónica, la resolución del duelo se hará menos complicada[11]

La situación es mucho más grave en familias monoparentales en las cuales la madre ha centrado el sentido de su existencia en el amor a sus hijos. La muerte de uno de ellos conlleva la peor desolación que un ser humano pueda experimentar, si a ello se suma la pobreza y la falta de apoyo social, las condiciones de estabilizarse después de la pérdida son muy pocas. Lamentablemente hay muy poca investigación al respecto.

Es muy importante considerar que el proceso de duelo es una experiencia personal, por lo cual las referencias sobre las etapas deben ser siempre tomadas dentro de la vivencia singular de la pérdida. Es un error la generalización de las etapas porque se puede alterar la consecución individual del proceso[12].  La percepción de la muerte varía según la edad.

Los primeros estudios científicos acerca de las reacciones hacia la muerte en la niñez fueron realizados por Harrison Davenport y McDermott en la década de los sesenta durante el siglo pasado[13], determinando la universalidad de la manera cómo los pequeños vivencian el duelo. No cabe duda ante la evidencia acerca de la relatividad de las maneras de experimentar el duelo en relación a las etapas del desarrollo. En ese sentido, es importante entender que la concepción irreversible de la muerte ocurre recién después de los nueve años.

Antes de los cuatro años los pequeños aún no conciben la idea de que la muerte es un evento irreversible, de tal manera que las reacciones emocionales no son intensas y se asocian con la idea de la ausencia de los cuidadores. Posteriormente se asocia con la ausencia provisional, el niño cree que la persona retornará en cualquier momento, la experiencia es llevadera en función de los rituales familiares[14].

Los terapeutas debemos estar atentos al desarrollo cognitivo del niño cuando ocurre la experiencia de duelo temprana, será importante orientar a los cuidadores en el manejo pertinente del concepto de muerte. No se debe afectar la manera cómo el niño encara la pérdida, respetando sus concepciones y acompañando el proceso sin activar emociones innecesariamente.

Recuerdo el caso de la muerte de un padre debido a un cáncer fulminante. El hijo de nueve años se hundió en una profunda tristeza, mientras que la hermana, más apegada al padre, no tuvo la misma reacción. Al contrario, se mantenía alegre y hablaba sobre el padre sin miramientos. Ambos niños participaron del funeral y la madre se encargó de apoyar a ambos. Sin embargo, se sentía confundida debido a la manera como su hija reaccionó, deduciendo la probabilidad de un duelo complicado. En la terapia, la pequeña explicó que su papá se fue al cielo, no comprendía la tristeza de su hermano y de la madre. El padre al saberse desahuciado, conversó con la niña explicándole a partir de sus creencias la necesidad de viajar al cielo para estar con Jesús, desde allá la cuidará por siempre.

Atendí otra familia, el padre se suicidó dejando a una hija de once años y a un nene de cuatro. La pequeña estaba furiosa por el deceso, consideraba al padre un egoísta. El niño planteó su alegría al saber a papá más feliz en el cielo que en la tierra. Como en el caso anterior, la actitud del hijo desconcertaba a la madre, quien intentó explicar inútilmente la irreversibilidad de la muerte, el pequeño estaba convencido de su idea.

En ambos casos mi tarea fue apaciguar a las madres para evitar el hostigamiento de los pequeños, a la par de trabajar en el proceso emocional vivenciado por ellas y por los hijos mayores. La clave es acomodarnos a las concepciones de la pérdida en los niños menores de nueve años, comprendiendo las maneras de afrontamiento peculiares a esa edad. Es posible en algunos casos la aparición de la concepción de ausencia años más tarde y con ella se puede activar el sentimiento de culpa. Los niños tienen pocos recursos para manejar la culpa y la vergüenza antes de los diez años, las vivencian como miedo al castigo[15].

Será la inadecuación del trato ante el duelo lo que puede desencadenar miedo en los niños, sintiéndose culpables al no responder a las expectativas de los mayores. Es primordial comprender la singularidad de las concepciones sobre la pérdida, no necesariamente serán similares a las de los adultos. Es común la expresión de la rabia como emoción central durante la pérdida, relacionada con la sensación de abandono, eso explica la reticencia de acercarse al difunto en el funeral, como una muestra de su enojo.

La experiencia del duelo es muy intensa en la adolescencia debido a la etapa crucial para el desarrollo del sí mismo. Desde esa perspectiva la muerte de un ser querido no solamente entraña la sensación de ausencia sino el resquebrajamiento de la identidad. Este es el motivo por el cual el duelo del adolescente puede desencadenar estados depresivos[16]. También es importante señalar la importancia de los pares en esta edad, por lo tanto, la muerte de un amigo o peor aún de la pareja conlleva estados complejos del duelo[17]. Lo más importante para los adolescentes son las relaciones interpersonales, lo es más para la chicas, en segundo lugar les preocupa los problemas de sus padres[18]. Esto explica lo difícil de asumir la ruptura con los amigos[19] y la pareja[20], además permite entender el impacto del divorcio en los jóvenes[21].

Ante el duelo juvenil los terapeutas debemos ser comprensivos y reconocer el dolor intenso ante la muerte de un amigo. Las emociones son muy intensas y el proceso de duelo suele durar mucho tiempo sin que eso signifique patología.

Es pertinente plantear en este punto el duelo ante la muerte de una mascota. En un estudio reciente he descrito junto a Medrano, en una muestra de 2522 personas, que el 99% considera a su mascota como parte de su familia y el 95% plantea la experiencia de pérdida como un duelo[22], investigación coincidente con otras[23]. El duelo, si bien no suele ser prolongado, es intenso en función al significado dado a la mascota[24], el sufrimiento es mayor durante la adolescencia y la tercera edad[25].

Cuando la experiencia de pérdida atañe a personas adultas, las emociones se enmarañan y se confunden produciendo angustia. La labor inicial del terapeuta será desenmarañar las emociones dando sentido a su presencia una por una. Así la rabia es consecuencia del abandono, la tristeza lo es de la ausencia, la culpa es rabia hacia uno mismo por los descuidos y los temas pendientes con el difunto, el miedo se funde con la ansiedad y se asocia con la incertidumbre del futuro, a veces emerge la esperanza enlazada con el probable reencuentro en el más allá y la sensación de paz, muchas veces vinculada a enfermedades prolongadas y dolorosas.

La sensación de paz ante la muerte de un ser querido moribundo puede derivar en el surgimiento de culpa, además de la presión social, sobre todo en el cuidador informal[26]. El terapeuta incauto puede ignorar las condiciones previas a la muerte y sin percatarse alimentar la culpa o estancar el proceso del duelo.

Así, el duelo es un proceso psicológico complejo, en el adulto debido a la tendencia de encubrir y nombrar equivocadamente las emociones. En el adolescente por el involucramiento de la construcción del sí mismo asociado a la vinculación afectiva con el difunto. Mientras que la dificultad en el manejo del duelo en los niños se relaciona con la incapacidad de comprender sus procesos cognitivos y emocionales simples.

La terapia familiar es un recurso invalorable para el tratamiento del duelo, al analizar y comprender la dinámica individual inmersa en el entorno afectivo de la familia. La sanación del dolor es más efectiva si se comparte el dolor con todos los componentes de la familia. Por otro lado el terapeuta puede identificar a los miembros de la familia más afectados para promover el apoyo social necesario.





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