Por: Bismarck Pinto Tapia, Ph.D.
Morir no duele mucho:
nos duele más la vida.
Emily Dickinson
El
|
duelo es el proceso
psicológico posterior a una experiencia de pérdida[1].
Comprendemos a la pérdida como a un daño en los recursos personales, materiales
o simbólicos con los que se estableció un lazo afectivo[2].
Es una experiencia de intenso sufrimiento, conlleva varias emociones
entremezcladas en el adulto y menos complejas en el niño[3].
Desde la perspectiva sistémica el duelo es un evento
entrópico, puesto que obliga a la familia a enfrentar una desorganización ante
la ausencia de un elemento. El proceso de reorganización facilitará o
perjudicará el cumplimiento de las tareas indispensables para la resolución de
la pérdida en cada uno de sus miembros[4].
A diferencia de los terapeutas centrados en la persona,
nosotros contemplamos la estructura familiar y por lo tanto nos preocupa que la
familia se mantenga como el recurso más importante para la sanación. La
experiencia de pérdida obliga a la búsqueda de consuelo, la tristeza, el enojo,
la nostalgia y el miedo se aglomeran en el sentimiento de angustia, de ella
puede nacer la culpa, el odio o la depresión. Si bien la terapia individual
fundamentada en evidencias, es altamente efectiva para la resolución del duelo[5],
descuida el impacto en la organización familiar.
Por ejemplo, ante la
muerte de un progenitor la pareja sucumbe ante la tristeza, ocasionando
su descuido por el trabajo en el hogar y en el cuidado de los hijos[6].
La familia funcional favorecerá la distribución de funciones tanto del difunto
como del progenitor entristecido, los hermanos mayores podrán cuidar de los
menores y asumir ciertos deberes en el hogar, también es posible que se recurra
al auxilio de los miembros de las familias extensas. Una vez restablecida del
dolor, el progenitor sobreviviente retoma sus funciones y reorganiza a la
familia, la cual continuará su proceso evolutivo. Mientras en la familia
disfuncional las cosas ocurrirán de otra manera, o bien no es posible la
sustitución de funciones o éstas se instalan de manera rígida, ocasionando
parentalizaciones y vinculaciones patológicas. Es pertinente concluir que la
estructura familiar predice la resolución o no del duelo.
La muerte pone a prueba al amor. La capacidad de aceptación
del dolor del otro permite la evolución normal del duelo, mientras que su
disimulo o prohibición promueven el estancamiento de la tristeza. Esta
detención del flujo emocional dirigido a la aceptación de la pérdida entraña la
instalación del odio, culpa y angustia, ligada a la expectativa de recibir de
alguien el afecto perdido. La consecuencia es la confusión amorosa, las
personas buscarán ser consoladas en sus lazos eróticos, en vez de amar no
cesarán en su búsqueda de protección.
En el caso de la madre o padre sobreviviente, puede surgir
una absorción de la vida de los hijos, exigiéndoles cuidado y protección, lo
cual deriva en la carencia de legitimidad de la existencia independiente de
ellos. Por lo tanto, se hace imposible la desvinculación y la emancipación. Los
hijos viven eternamente con la sensación de fracaso en su tarea de proteger a
su progenitor. Conlleva una deuda imposible de pagar, porque un hijo no puede
hacerse cargo de un adulto.
En estas familias disfuncionales es frecuente encontrar que
el vínculo estrecho con uno de los hijos ocasiona el abandono de los otros. Las
relaciones fraternas se ven perjudicadas ocasionándose celos y envidia tanto
del hijo simbiotizado por la madre o el padre como de los hermanitos
desplazados.
La desolación en la madre o el padre, puede activar la
búsqueda de protección en alguien dispuesto a vincularse con la viudez. Esto ha
de producir un enmarañamiento de sentimientos: el enamoramiento es capaz de
anestesiar el dolor debido a la intensidad de la pasión desplegada en la nueva
relación. La tristeza se ha escondido en el deslumbramiento del deseo y los
juegos del amor. Es posible el desatino, como definir un nuevo matrimonio sin
haber resuelto el duelo. Las consecuencias pueden ser desastrosas para los
hijos, no podrán asimilar a la nueva persona como sustituto del difunto y
considerarán al progenitor sobreviviente como un traidor si es el padre o
traidora si es la madre.
En el caso de la muerte de un hijo, el proceso de organización
familiar es mucho más difícil. La muerte de un hijo es la experiencia más
dolorosa en la vida de las personas[7].
En algunos casos promueve la ruptura de la relación conyugal[8],
porque la pareja es incapaz de sobrellevar el dolor debido a la emergencia de
la culpa. En otros, al contrario el vínculo amoroso se fortalece[9].
Es probable que en uno y otro caso dependa de la funcionalidad conyugal y del
apoyo social[10].
La muerte de un hermano produce un proceso de duelo complejo
en los niños, debido a la tristeza de sus padres, muchas veces es complicado
para ellos consolar y proteger a sus hijos ante la devastadora experiencia de
la pérdida. El duelo en los hermanos dependerá del tipo de lazo con el difunto.
Si la relación era conflictiva, es probable el desarrollo del sentimiento de
culpa, si al contrario era armónica, la resolución del duelo se hará menos
complicada[11]
La situación es mucho más grave en familias monoparentales
en las cuales la madre ha centrado el sentido de su existencia en el amor a sus
hijos. La muerte de uno de ellos conlleva la peor desolación que un ser humano
pueda experimentar, si a ello se suma la pobreza y la falta de apoyo social,
las condiciones de estabilizarse después de la pérdida son muy pocas.
Lamentablemente hay muy poca investigación al respecto.
Es muy importante considerar que el proceso de duelo es una
experiencia personal, por lo cual las referencias sobre las etapas deben ser
siempre tomadas dentro de la vivencia singular de la pérdida. Es un error la
generalización de las etapas porque se puede alterar la consecución individual
del proceso[12]. La percepción de la muerte varía según la
edad.
Los primeros estudios científicos acerca de las reacciones
hacia la muerte en la niñez fueron realizados por Harrison Davenport y McDermott
en la década de los sesenta durante el siglo pasado[13],
determinando la universalidad de la manera cómo los pequeños vivencian el
duelo. No cabe duda ante la evidencia acerca de la relatividad de las maneras
de experimentar el duelo en relación a las etapas del desarrollo. En ese
sentido, es importante entender que la concepción irreversible de la muerte
ocurre recién después de los nueve años.
Antes de los cuatro años los pequeños aún no conciben la
idea de que la muerte es un evento irreversible, de tal manera que las
reacciones emocionales no son intensas y se asocian con la idea de la ausencia
de los cuidadores. Posteriormente se asocia con la ausencia provisional, el
niño cree que la persona retornará en cualquier momento, la experiencia es
llevadera en función de los rituales familiares[14].
Los terapeutas debemos estar atentos al desarrollo cognitivo
del niño cuando ocurre la experiencia de duelo temprana, será importante
orientar a los cuidadores en el manejo pertinente del concepto de muerte. No se
debe afectar la manera cómo el niño encara la pérdida, respetando sus
concepciones y acompañando el proceso sin activar emociones innecesariamente.
Recuerdo el caso de la muerte de un padre debido a un cáncer
fulminante. El hijo de nueve años se hundió en una profunda tristeza, mientras
que la hermana, más apegada al padre, no tuvo la misma reacción. Al contrario,
se mantenía alegre y hablaba sobre el padre sin miramientos. Ambos niños
participaron del funeral y la madre se encargó de apoyar a ambos. Sin embargo,
se sentía confundida debido a la manera como su hija reaccionó, deduciendo la
probabilidad de un duelo complicado. En la terapia, la pequeña explicó que su
papá se fue al cielo, no comprendía la tristeza de su hermano y de la madre. El
padre al saberse desahuciado, conversó con la niña explicándole a partir de sus
creencias la necesidad de viajar al cielo para estar con Jesús, desde allá la
cuidará por siempre.
Atendí otra familia, el padre se suicidó dejando a una hija
de once años y a un nene de cuatro. La pequeña estaba furiosa por el deceso,
consideraba al padre un egoísta. El niño planteó su alegría al saber a papá más
feliz en el cielo que en la tierra. Como en el caso anterior, la actitud del
hijo desconcertaba a la madre, quien intentó explicar inútilmente la
irreversibilidad de la muerte, el pequeño estaba convencido de su idea.
En ambos casos mi tarea fue apaciguar a las madres para
evitar el hostigamiento de los pequeños, a la par de trabajar en el proceso
emocional vivenciado por ellas y por los hijos mayores. La clave es acomodarnos
a las concepciones de la pérdida en los niños menores de nueve años,
comprendiendo las maneras de afrontamiento peculiares a esa edad. Es posible en
algunos casos la aparición de la concepción de ausencia años más tarde y con
ella se puede activar el sentimiento de culpa. Los niños tienen pocos recursos
para manejar la culpa y la vergüenza antes de los diez años, las vivencian como
miedo al castigo[15].
Será la inadecuación del trato ante el duelo lo que puede
desencadenar miedo en los niños, sintiéndose culpables al no responder a las
expectativas de los mayores. Es primordial comprender la singularidad de las
concepciones sobre la pérdida, no necesariamente serán similares a las de los
adultos. Es común la expresión de la rabia como emoción central durante la
pérdida, relacionada con la sensación de abandono, eso explica la reticencia de
acercarse al difunto en el funeral, como una muestra de su enojo.
La experiencia del duelo es muy intensa en la adolescencia
debido a la etapa crucial para el desarrollo del sí mismo. Desde esa
perspectiva la muerte de un ser querido no solamente entraña la sensación de
ausencia sino el resquebrajamiento de la identidad. Este es el motivo por el
cual el duelo del adolescente puede desencadenar estados depresivos[16].
También es importante señalar la importancia de los pares en esta edad, por lo
tanto, la muerte de un amigo o peor aún de la pareja conlleva estados complejos
del duelo[17]. Lo
más importante para los adolescentes son las relaciones interpersonales, lo es
más para la chicas, en segundo lugar les preocupa los problemas de sus padres[18].
Esto explica lo difícil de asumir la ruptura con los amigos[19]
y la pareja[20],
además permite entender el impacto del divorcio en los jóvenes[21].
Ante el duelo juvenil los terapeutas debemos ser
comprensivos y reconocer el dolor intenso ante la muerte de un amigo. Las
emociones son muy intensas y el proceso de duelo suele durar mucho tiempo sin
que eso signifique patología.
Es pertinente plantear en este punto el duelo ante la muerte
de una mascota. En un estudio reciente he descrito junto a Medrano, en una
muestra de 2522 personas, que el 99% considera a su mascota como parte de su
familia y el 95% plantea la experiencia de pérdida como un duelo[22],
investigación coincidente con otras[23].
El duelo, si bien no suele ser prolongado, es intenso en función al significado
dado a la mascota[24],
el sufrimiento es mayor durante la adolescencia y la tercera edad[25].
Cuando la experiencia de pérdida atañe a personas adultas,
las emociones se enmarañan y se confunden produciendo angustia. La labor
inicial del terapeuta será desenmarañar las emociones dando sentido a su
presencia una por una. Así la rabia es consecuencia del abandono, la tristeza
lo es de la ausencia, la culpa es rabia hacia uno mismo por los descuidos y los
temas pendientes con el difunto, el miedo se funde con la ansiedad y se asocia
con la incertidumbre del futuro, a veces emerge la esperanza enlazada con el
probable reencuentro en el más allá y la sensación de paz, muchas veces
vinculada a enfermedades prolongadas y dolorosas.
La sensación de paz ante la muerte de un ser querido
moribundo puede derivar en el surgimiento de culpa, además de la presión social,
sobre todo en el cuidador informal[26].
El terapeuta incauto puede ignorar las condiciones previas a la muerte y sin
percatarse alimentar la culpa o estancar el proceso del duelo.
Así, el duelo es un proceso psicológico complejo, en el
adulto debido a la tendencia de encubrir y nombrar equivocadamente las
emociones. En el adolescente por el involucramiento de la construcción del sí
mismo asociado a la vinculación afectiva con el difunto. Mientras que la
dificultad en el manejo del duelo en los niños se relaciona con la incapacidad
de comprender sus procesos cognitivos y emocionales simples.
La terapia familiar es un recurso invalorable para el
tratamiento del duelo, al analizar y comprender la dinámica individual inmersa
en el entorno afectivo de la familia. La sanación del dolor es más efectiva si
se comparte el dolor con todos los componentes de la familia. Por otro lado el
terapeuta puede identificar a los miembros de la familia más afectados para
promover el apoyo social necesario.
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[4] Worden es quien propone una
teoría de la resolución del duelo a partir de tareas. Ver:
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Noonan, P. (2008). The experience of high levels of grief in caregivers of
persons with Alzheimer's disease and related dementia. Death studies, 32(6), 495-523.
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