miércoles, 28 de septiembre de 2016

Amar a un niño tirano






AMAR A UN NIÑO TIRANO
Por: Dr. Bismarck Pinto Tapia

Cuando empecé a estudiar psicología lo hice en una universidad brasileña donde primaba la escuela conductual. De tal manera que pasé muchas horas en el laboratorio condicionando ratas. Mi profesor insistía en la importancia de la extinción de la conducta como el mejor recurso para controlar las conductas indeseables de los sujetos de experimentación (o sea las ratas). Primero les enseñábamos a apretar una palanca para obtener gotas de agua, previamente, claro debían estar sedientas para buscar desesperadas su refuerzo. Una vez alcanzado un promedio aceptable de respuestas, procedíamos a aplicar un castigo: ¡choque eléctrico cada vez que apretasen el operando! Las pobres dejaban de oprimir la palanca…pero seguían sedientas, por lo tanto al poco tiempo a pesar del dolor volvían a responder para saciar su sed, luego no les importaba el choque, como diría mi abuelita, se había vuelto cuerudas.
Con esto quedaba claro que el castigo era ineficaz, servía sólo para apaciguar la ansiedad del experimentador. En vez del castigo, introdujimos la técnica de la extinción. Esta consistía simplemente en dejar de otorgarle el premio a la rata cuando apretaba la tecla. El animalito sediento aprendió a obtener agua después de que oprimía la palanca, ahora se desesperaba apretando una y otra vez sin conseguir su objetivo, consecuencia: dejó de responder.
En la materia Análisis Experimental Aplicado me enseñaron a aplicar la extinción como el mejor recurso para exterminar berrinches. El niño se revuelca en el suelo dramáticamente para obtener lo que quiere, entonces a ignorar la conducta. Cada vez que el niño manifiesta su berrinche a ignorar la conducta. Con el tiempo la conducta se extingue.
Después aprendí una técnica más eficaz aún, “tiempo fuera”. En base a la lógica de la extinción, se mejora la obtención del objetivo retirando al niño a un espacio donde no recibirá su refuerzo, hasta que se calme. Luego se lo retira del cuarto y listo…se ha conseguido con ello una extinción más eficaz.
Con el advenimiento de los estudios de un psicólogo boliviano Teodoro Ayllón, acerca de la eficacia del reforzamiento en lugar de la extinción, surgió la técnica de la “economía de fichas”, la cual se centra en premiar las conductas positivas con “fichas” que pueden ser cambiadas por reforzadores. Al poco tiempo se desarrolló la técnica del “reforzamiento diferencial de otras respuestas” (RDO), consistente en ignorar las respuestas disruptivas y reforzar las respuestas adaptativas.
Todo eso para manejar los berrinches de los pequeños tiranos. Sin embargo algo estaba mal. La lectura de un libro modificó mi visión en el manejo de las malcriadeces: “El niño difícil”, escrito por Turecki y Tonner. Se trata de la importancia de definir si el niño berrinchudo actúa así por búsqueda de poder o por tener un temperamento que lo hace difícil. Al pequeño dictador se le aplicará sin piedad las técnicas conductuales, al otro, en cambio, se lo debe comprender.
Como efecto de esa nueva mirada en mis primeras experiencias atendiendo niños, debo haber trabajado con más de mil en los distintos colegios donde presté mis servicios, los resultados eran efectivos, más aún al descubrir el mito del trastorno de atención con hiperactividad (TDH).
En esos afanes para ayudar a los padres, encontré un fenómeno muy frecuente, demasiado…muchos niños tildados de malcriados, desobedientes o hiperactivos, lo que padecían era una profunda tristeza. En los estudios de Kovacs se enfatizaba que la expresión de la tristeza en los niños es diferente a la de los adultos, ellos se activan, nosotros nos inhibimos.
Al formarme como terapeuta familiar, las cosas quedaron más claras, en dos sentidos, el primero en que la actitud disruptiva tiene que ver con las jerarquías familiares, y segundo con el sufrimiento del niño.
Vaya, los niños no son ratas. Son personas que viven con sus familias. Cuando la familia adolece de desamor, los niños se aprovechan de las circunstancias o sufren desolación. Comencemos por hacer referencia al amor hacia los hijos.
Amar en cualquier sentido es aceptar la existencia legítima del otro. Por lo tanto, el fin del amor a nuestros hijos es fomentar el desarrollo de una identidad. Esa identidad será posible si el pequeño recibe cuidado, protección y legitimación.
El cuidado hace referencia a hacer por el niño lo que aún él no puede hacer por sí solo, su logro se verifica en la autonomía, es decir, si los papás lo hicieron bien, el chiquillo irá responsabilizándose poco a poco de sus propias cosas, para llegar a la adolescencia autónomo en sus principales cuidados personales.
La protección tiene que ver con el estilo de apego, es decir con la respuesta que los hijos dan ante la pérdida. En el apego seguro el niño busca consuelo, en el inseguro responde con ansiedad y angustia. Los padres son los referentes de contención emocional más importantes, sin que ello signifique que otros cuidadores no puedan tornarse en ese modelo. La protección es acompañar compasivamente el sufrimiento de nuestros hijos.
La legitimación tiene que ver con la nutrición emocional más importante de los seres humanos. Se trata del reconocimiento del otro como un ser distinto a nosotros. Implica romper nuestras expectativas y valorar al niño a partir de sus potencialidades, intereses y valores.
Cuando la pareja está implicada en situaciones no resueltas entre ellos, es posible involucrar al hijo en el juego conyugal, entonces se triangula en un juego en el cual obtiene poder. Uno o ambos padres usan al niño en contra del otro. La malcriadez cualquiera que sea tiene por objetivo evitar la ruptura conyugal, el pequeño se alía con uno de los padres para protegerlo del otro o se sitúa en una posición superior para proteger a uno o ambos padres, se convierte en abuelo de sí mismo. Esta es la organización del poder en lugar del amor. El sentido de la vida se establece a partir de la búsqueda del éxito, el dominio y la tiranía.
En otra circunstancia familiar el niño adolece de carencias afectivas, son ignorados por los padres, abandonados a su suerte, entonces la malcriadez es un mensaje desesperado de la soledad. El niño sólo existe cuando se porta mal, el berrinche es un mensaje de dolor.
Por todo esto, entendí que el comportamiento disruptivo es mucho más complejo en nosotros que en los roedores. Ellos tienen sed de agua, nosotros de amor. La malcriadez no dice mucho del niño sino de la relación amorosa en la familia. En la familia amorosa se cuida, se protege, se nutre emocionalmente. Los padres no descuidan la relación amorosa entre ellos, organizan naturalmente vínculos jerárquicos claros, los pequeños reconocen en sus padres a los  reyes, ellos son príncipes o princesas, no necesitan gobernar porque el reino está racionalmente estable.
Es más fácil achacar al niño por sus conductas negativas que asumir la responsabilidad por el entorno que le damos. No se trata de extinguir las conductas, se trata de mejorar las acciones amorosas entre todos los miembros de la familia. Es más, se trata de mirarnos a nosotros mismos en lugar de mirar al otro, la pregunta es: ¿qué estoy haciendo mal en mi relación amorosa con los miembros de mi familia?
Luego, asumir que del amor nada malo puede surgir. Reflexionemos sobre nuestras expectativas en relación a los otros, qué de ellas son cosas nuestras frustradas, qué de ellas son más mis metas que la de mis hijos. Es difícil amar  justamente porque nos obliga a reflexionar sobre nuestros impedimentos. Es curioso, las conductas disruptivas de nuestros hijos son ni más ni menos los mensajes tremendos para producir en nosotros cambios sustanciales.
Las técnicas conductuales son buenas pero innecesarias cuando las reemplazamos con el amor, de por sí emerge el respeto en vez de la obediencia, la alegría en vez de la angustia, el encuentro en vez del alejamiento. Así que adiós Skinner, lo siento no eres el camino para la educación de nuestros hijos.

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