AMAR A UN NIÑO TIRANO
Por: Dr. Bismarck
Pinto Tapia
Cuando empecé a estudiar
psicología lo hice en una universidad brasileña donde primaba la escuela
conductual. De tal manera que pasé muchas horas en el laboratorio condicionando
ratas. Mi profesor insistía en la importancia de la extinción de la conducta como
el mejor recurso para controlar las conductas indeseables de los sujetos de
experimentación (o sea las ratas). Primero les enseñábamos a apretar una
palanca para obtener gotas de agua, previamente, claro debían estar sedientas
para buscar desesperadas su refuerzo. Una vez alcanzado un promedio aceptable
de respuestas, procedíamos a aplicar un castigo: ¡choque eléctrico cada vez que
apretasen el operando! Las pobres dejaban de oprimir la palanca…pero seguían
sedientas, por lo tanto al poco tiempo a pesar del dolor volvían a responder
para saciar su sed, luego no les importaba el choque, como diría mi abuelita,
se había vuelto cuerudas.
Con esto quedaba claro que el
castigo era ineficaz, servía sólo para apaciguar la ansiedad del
experimentador. En vez del castigo, introdujimos la técnica de la extinción.
Esta consistía simplemente en dejar de otorgarle el premio a la rata cuando
apretaba la tecla. El animalito sediento aprendió a obtener agua después de que
oprimía la palanca, ahora se desesperaba apretando una y otra vez sin conseguir
su objetivo, consecuencia: dejó de responder.
En la materia Análisis
Experimental Aplicado me enseñaron a aplicar la extinción como el mejor recurso
para exterminar berrinches. El niño se revuelca en el suelo dramáticamente para
obtener lo que quiere, entonces a ignorar la conducta. Cada vez que el niño
manifiesta su berrinche a ignorar la conducta. Con el tiempo la conducta se
extingue.
Después aprendí una técnica más
eficaz aún, “tiempo fuera”. En base a la lógica de la extinción, se mejora la
obtención del objetivo retirando al niño a un espacio donde no recibirá su
refuerzo, hasta que se calme. Luego se lo retira del cuarto y listo…se ha
conseguido con ello una extinción más eficaz.
Con el advenimiento de los
estudios de un psicólogo boliviano Teodoro Ayllón, acerca de la eficacia del
reforzamiento en lugar de la extinción, surgió la técnica de la “economía de
fichas”, la cual se centra en premiar las conductas positivas con “fichas” que
pueden ser cambiadas por reforzadores. Al poco tiempo se desarrolló la técnica
del “reforzamiento diferencial de otras respuestas” (RDO), consistente en
ignorar las respuestas disruptivas y reforzar las respuestas adaptativas.
Todo eso para manejar los
berrinches de los pequeños tiranos. Sin embargo algo estaba mal. La lectura de
un libro modificó mi visión en el manejo de las malcriadeces: “El niño difícil”,
escrito por Turecki y Tonner. Se trata de la importancia de definir si el niño
berrinchudo actúa así por búsqueda de poder o por tener un temperamento que lo
hace difícil. Al pequeño dictador se le aplicará sin piedad las técnicas
conductuales, al otro, en cambio, se lo debe comprender.
Como efecto de esa nueva mirada
en mis primeras experiencias atendiendo niños, debo haber trabajado con más de
mil en los distintos colegios donde presté mis servicios, los resultados eran
efectivos, más aún al descubrir el mito del trastorno de atención con
hiperactividad (TDH).
En esos afanes para ayudar a los
padres, encontré un fenómeno muy frecuente, demasiado…muchos niños tildados de
malcriados, desobedientes o hiperactivos, lo que padecían era una profunda
tristeza. En los estudios de Kovacs se enfatizaba que la expresión de la
tristeza en los niños es diferente a la de los adultos, ellos se activan,
nosotros nos inhibimos.
Al formarme como terapeuta
familiar, las cosas quedaron más claras, en dos sentidos, el primero en que la
actitud disruptiva tiene que ver con las jerarquías familiares, y segundo con
el sufrimiento del niño.
Vaya, los niños no son ratas. Son
personas que viven con sus familias. Cuando la familia adolece de desamor, los
niños se aprovechan de las circunstancias o sufren desolación. Comencemos por
hacer referencia al amor hacia los hijos.
Amar en cualquier sentido es
aceptar la existencia legítima del otro. Por lo tanto, el fin del amor a
nuestros hijos es fomentar el desarrollo de una identidad. Esa identidad será
posible si el pequeño recibe cuidado, protección y legitimación.
El cuidado hace referencia a
hacer por el niño lo que aún él no puede hacer por sí solo, su logro se
verifica en la autonomía, es decir, si los papás lo hicieron bien, el chiquillo
irá responsabilizándose poco a poco de sus propias cosas, para llegar a la
adolescencia autónomo en sus principales cuidados personales.
La protección tiene que ver con
el estilo de apego, es decir con la respuesta que los hijos dan ante la
pérdida. En el apego seguro el niño busca consuelo, en el inseguro responde con
ansiedad y angustia. Los padres son los referentes de contención emocional más
importantes, sin que ello signifique que otros cuidadores no puedan tornarse en
ese modelo. La protección es acompañar compasivamente el sufrimiento de
nuestros hijos.
La legitimación tiene que ver con
la nutrición emocional más importante de los seres humanos. Se trata del
reconocimiento del otro como un ser distinto a nosotros. Implica romper
nuestras expectativas y valorar al niño a partir de sus potencialidades,
intereses y valores.
Cuando la pareja está implicada
en situaciones no resueltas entre ellos, es posible involucrar al hijo en el
juego conyugal, entonces se triangula en un juego en el cual obtiene poder. Uno
o ambos padres usan al niño en contra del otro. La malcriadez cualquiera que
sea tiene por objetivo evitar la ruptura conyugal, el pequeño se alía con uno
de los padres para protegerlo del otro o se sitúa en una posición superior para
proteger a uno o ambos padres, se convierte en abuelo de sí mismo. Esta es la
organización del poder en lugar del amor. El sentido de la vida se establece a
partir de la búsqueda del éxito, el dominio y la tiranía.
En otra circunstancia familiar el
niño adolece de carencias afectivas, son ignorados por los padres, abandonados
a su suerte, entonces la malcriadez es un mensaje desesperado de la soledad. El
niño sólo existe cuando se porta mal, el berrinche es un mensaje de dolor.
Por todo esto, entendí que el
comportamiento disruptivo es mucho más complejo en nosotros que en los
roedores. Ellos tienen sed de agua, nosotros de amor. La malcriadez no dice
mucho del niño sino de la relación amorosa en la familia. En la familia amorosa
se cuida, se protege, se nutre emocionalmente. Los padres no descuidan la
relación amorosa entre ellos, organizan naturalmente vínculos jerárquicos
claros, los pequeños reconocen en sus padres a los reyes, ellos son príncipes o princesas, no
necesitan gobernar porque el reino está racionalmente estable.
Es más fácil achacar al niño por
sus conductas negativas que asumir la responsabilidad por el entorno que le
damos. No se trata de extinguir las conductas, se trata de mejorar las acciones
amorosas entre todos los miembros de la familia. Es más, se trata de mirarnos a
nosotros mismos en lugar de mirar al otro, la pregunta es: ¿qué estoy haciendo
mal en mi relación amorosa con los miembros de mi familia?
Luego, asumir que del amor nada
malo puede surgir. Reflexionemos sobre nuestras expectativas en relación a los
otros, qué de ellas son cosas nuestras frustradas, qué de ellas son más mis
metas que la de mis hijos. Es difícil amar
justamente porque nos obliga a reflexionar sobre nuestros impedimentos.
Es curioso, las conductas disruptivas de nuestros hijos son ni más ni menos los
mensajes tremendos para producir en nosotros cambios sustanciales.
Las técnicas conductuales son buenas
pero innecesarias cuando las reemplazamos con el amor, de por sí emerge el
respeto en vez de la obediencia, la alegría en vez de la angustia, el encuentro
en vez del alejamiento. Así que adiós Skinner, lo siento no eres el camino para
la educación de nuestros hijos.
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