Escudriñando el dolor
Por: Bismarck Pinto, Ph.D.
¡Qué tristeza tan
seria me da sombra!
Federico García
Lorca
La
|
Psicoterapia sistémica, tiene como fin el
alivio del sufrimiento a través de la concepción relacional, proponiendo al
paciente como portador del síntoma familiar, por ello el dolor de uno es el
refugio del dolor de quienes se relacionan significativamente con el chivo
expiatorio. Dentro de la teoría de los sistemas, es posible definir al síntoma
como el factor homeostático de los sistemas disfuncionales.
El síntoma es un
problema estúpido, se estructura como solución a la insoportable sensación de
inexistencia de quien asumirá el sacrificio de su vida para equilibrar su
familia. Si analizamos racionalmente los tipos de síntomas, coincidiremos en su
constitución absurda: orinarse en la cama, roerse las uñas, dejar de comer,
drogarse, consumir alcohol, etcétera.
El síntoma se forja
como un escudo protector de quien lo porta, es frecuente que ante la aparición
del síntoma los padres dejen de apropiarse de su vida y pasen a ocuparse de la
solución del aparente problema emergente de la nada. Es como una absorción del
sufrimiento en un comportamiento ridículo.
Sin embargo, con el
paso del tiempo algunos síntomas dejan de ser protectores y se transforman en
destructores. La anoréxica puede morir, el drogadicto puede enloquecer. Es en
ese momento cuando el juego inocuo del inicio se establece como un juego con la
muerte. El síntoma se instala como el gobernador del sistema familiar, todo
gira a su alrededor, la interacción con él se hace patética, se opera con más
de lo mismo, el síntoma en vez de desaparecer se agiganta. Algunas personas en
su desesperación buscan ayuda psicoterapéutica.
El psicoterapeuta
bisoño cae fácilmente en las garras del síntoma, lo planteará como el problema,
sin percatarse que comenzó como solución al tratar de proteger el sí mismo del
portador. Tanto la familia como los terapeutas se dejarán encandilar por el
brillo del síntoma, creándose la ilusión de que ante su desaparición surgirá
campante la felicidad. La familia ha olvidado el torbellino relacional
condicionante del surgimiento del síntoma. Por ello, pueden ocurrir dos cosas
ante la amenaza de supresión del síntoma: la primera, el abandono intempestivo
de la terapia y el empeoramiento del cuadro sintomático.
La familia pide cambiar
sin cambiar. La paradoja de la demanda terapéutica puede entenderse como el
terror ante el sufrimiento legítimo yacente detrás de los sacrificios. Pretende
el equilibrio como la meta inexorable de la vida, sin comprender la necesidad
del conflicto para la reestructuración del sistema, en algunos casos permitir
la emancipación y desvinculación de los hijos, en otras asumir el vacío de los
vínculos pseudoamorosos, en otros, afrontar las pérdidas.
Los psicoterapeutas
sistémicos hemos sido entrenados para actuar con irreverencia ante los
síntomas. No nos dejamos llevar por el dramatismo que los acompaña. Nos
interesa el sufrimiento subyacente escondido en el trasfondo de varios
sentimientos.
Cuando el paciente o la
familia nos presentan al síntoma, éste parece ser una persona importante. Es
común en el problema con el alcohol, que la persona se presente así: “soy
alcohólico (a)…” Es como si el síntoma se hubiese convertido en la identidad
del portador, no dice: “a veces me meto en problemas cuando bebo alcohol”. No
lo hace así, ES alcohólico.La familia presenta de igual forma a su hijo (a) con
síntomas: “mi hija es anoréxica”.
El síntoma da
identidad, retirarlo implica destruir el sentido de vida de la persona y de
quienes están preocupados. La anoréxica dejará de ser anoréxica para mostrar el
vacío de su existencia. La supresión del refugio desprotegerá a todos de la
tormenta nociva. No quedará otra que mirarse unos a otros, vislumbrar el vacío
detrás de la mirada.
Detrás del síntoma
familiar usualmente se encuentra una pareja desamorada. Mientras mayor es la
carencia de amor conyugal más gigantesco es el síntoma. Apartar al hijo (a) de
la vinculación patológica obliga a los cónyuges a mirar hacia el abismo de su
relación. Sin embargo las cosas no son tan sencillas.
La pareja es una
ilusión, una extraña construcción abstracta, un ente inexistente. No existen
dos, ni tres. Existe uno frente a una. Ese uno es una persona arrojada al
océano del amor conyugal con la esperanza de encontrar su integridad en la
conyugalidad. Pronto se instala el desencanto, ella (él) no es quien esperaba
que sea. Es más me siento más solo con ella que cuando no la conocía. El amor
exige desprendimiento de expectativas, obliga a la aceptación incondicional del
otro y a la necesidad de sacar lo mejor del otro en un proceso infinito de
reciprocidades.
Pero si uno (a) no fue
amada, no sabrá amar. Esperará ser completado en la relación, buscará lo que no
recibió y pretenderá cambiar al otro ante la decepción. En ese afán convocarán
a los hijos en la batalla encarnizada para vengarse de quien les prometió
completarlos.
Las parejas desamoradas
provienen del sufrimiento, la inadecuada estructuración del sí mismo. De ahí
que el síntoma del hijo(a) los distrae de sí mismos, es decir, del vacío
personal.
El sufrimiento
producido por la falta de legitimidad del sí mismo, promueve el encuentro con
una persona en las mismas condiciones, carente de protección y de existencia
previas ambos se embarcan en una relación apasionada. Cuando se produce el
desencanto ambos se ven desolados por la acostumbrada presencia de la angustia.
Se espera a los hijos con la esperanza de realizarse a través de ellos, cuando
nacen, no ocurre lo esperado, son el depósito una vez más de las expectativas
pendientes de las propias infancias. Durante la inserción de los (las) pequeños
(as) a la escuela se suscita un juego vincular nuevo: los vástagos como
víctimas del cónyuge. Se instala paulatinamente la triangulación, a través de
alianzas y coaliciones, el sentirse atrapados obliga al creativo surgimiento
del comportamiento estúpido.
El (la) psicoterapeuta
debe hacer caso omiso del falso dolor producido por el artilugio sintomático y
escudriñar con paciencia el sufrimiento hasta sentir en carne propia el
sufrimiento generado por el rechazo, el abandono y la pérdida. Urge proteger a
ese niño o a esa niña desolada habitante ingenuo del corazón, protector (a)
desfalleciente del alma inerme donde radica el potencial de existencia, el
sentido de la vida personal.
La terapia debe ofrecer
el espacio para la emergencia sutil o abrupta del sentido del existir, en el
afán del empoderamiento de la propia vida, comprendiendo que la desolación no
debió ocurrir, los padres tenían el deber de cuidar y proteger, jamás tuvieron
derecho de rechazar los talentos de sus hijos, su deber era apoyarlos sin condiciones
orientando el quehacer moral de sus actos, al dotar de límites y obligar al
respeto mutuo.
Reconocer la soledad
injusta es muy doloroso, es preferible plantear al cigarro como el problema, a
la comida como el problema, al rendimiento escolar como el problema, que asumir
la falta de amor. También es doloroso darse cuenta de que no se amó a quien
debió amarse. Descubrir con vergüenza las falencias como padres. Reclamaremos
airosos por el retorno del síntoma…pero una vez develado su sentido ahora carece
de sentido.
En terapia debe
importarnos el sufrimiento sobre todas las cosas. Porque es donde radica el
potencial del cambio, dejar de sufrir mueve a la búsqueda de horizontes donde
sea posible la autorrealización. Para eso es ineludible dejarse consumir por la
mirada de Medusa para luego activar el calor interno para destruir el barro que
nos cubre…no es roca…es barro. Liberarse de las cargas ajenas, soltar los
muertos podridos impedidos de partir, recuperar las cosas buenas recibidas y
darle sentido a la rabia reprimida, algunas veces disfrazada de culpa o
tristeza. Llorar hasta secar los ojos por ese niño o niña desvalido (a). Decir
adiós y dar la bienvenida a la persona libre y dueña de sus decisiones.
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