miércoles, 15 de marzo de 2017

Escudriñando el dolor



Escudriñando el dolor

Por: Bismarck Pinto, Ph.D.

¡Qué tristeza tan seria me da sombra!
Federico García Lorca

La
 Psicoterapia sistémica, tiene como fin el alivio del sufrimiento a través de la concepción relacional, proponiendo al paciente como portador del síntoma familiar, por ello el dolor de uno es el refugio del dolor de quienes se relacionan significativamente con el chivo expiatorio. Dentro de la teoría de los sistemas, es posible definir al síntoma como el factor homeostático de los sistemas disfuncionales.
El síntoma es un problema estúpido, se estructura como solución a la insoportable sensación de inexistencia de quien asumirá el sacrificio de su vida para equilibrar su familia. Si analizamos racionalmente los tipos de síntomas, coincidiremos en su constitución absurda: orinarse en la cama, roerse las uñas, dejar de comer, drogarse, consumir alcohol, etcétera.
El síntoma se forja como un escudo protector de quien lo porta, es frecuente que ante la aparición del síntoma los padres dejen de apropiarse de su vida y pasen a ocuparse de la solución del aparente problema emergente de la nada. Es como una absorción del sufrimiento en un comportamiento ridículo.
Sin embargo, con el paso del tiempo algunos síntomas dejan de ser protectores y se transforman en destructores. La anoréxica puede morir, el drogadicto puede enloquecer. Es en ese momento cuando el juego inocuo del inicio se establece como un juego con la muerte. El síntoma se instala como el gobernador del sistema familiar, todo gira a su alrededor, la interacción con él se hace patética, se opera con más de lo mismo, el síntoma en vez de desaparecer se agiganta. Algunas personas en su desesperación buscan ayuda psicoterapéutica.
El psicoterapeuta bisoño cae fácilmente en las garras del síntoma, lo planteará como el problema, sin percatarse que comenzó como solución al tratar de proteger el sí mismo del portador. Tanto la familia como los terapeutas se dejarán encandilar por el brillo del síntoma, creándose la ilusión de que ante su desaparición surgirá campante la felicidad. La familia ha olvidado el torbellino relacional condicionante del surgimiento del síntoma. Por ello, pueden ocurrir dos cosas ante la amenaza de supresión del síntoma: la primera, el abandono intempestivo de la terapia y el empeoramiento del cuadro sintomático.
La familia pide cambiar sin cambiar. La paradoja de la demanda terapéutica puede entenderse como el terror ante el sufrimiento legítimo yacente detrás de los sacrificios. Pretende el equilibrio como la meta inexorable de la vida, sin comprender la necesidad del conflicto para la reestructuración del sistema, en algunos casos permitir la emancipación y desvinculación de los hijos, en otras asumir el vacío de los vínculos pseudoamorosos, en otros, afrontar las pérdidas.
Los psicoterapeutas sistémicos hemos sido entrenados para actuar con irreverencia ante los síntomas. No nos dejamos llevar por el dramatismo que los acompaña. Nos interesa el sufrimiento subyacente escondido en el trasfondo de varios sentimientos.
Cuando el paciente o la familia nos presentan al síntoma, éste parece ser una persona importante. Es común en el problema con el alcohol, que la persona se presente así: “soy alcohólico (a)…” Es como si el síntoma se hubiese convertido en la identidad del portador, no dice: “a veces me meto en problemas cuando bebo alcohol”. No lo hace así, ES alcohólico.La familia presenta de igual forma a su hijo (a) con síntomas: “mi hija es anoréxica”.
El síntoma da identidad, retirarlo implica destruir el sentido de vida de la persona y de quienes están preocupados. La anoréxica dejará de ser anoréxica para mostrar el vacío de su existencia. La supresión del refugio desprotegerá a todos de la tormenta nociva. No quedará otra que mirarse unos a otros, vislumbrar el vacío detrás de la mirada.
Detrás del síntoma familiar usualmente se encuentra una pareja desamorada. Mientras mayor es la carencia de amor conyugal más gigantesco es el síntoma. Apartar al hijo (a) de la vinculación patológica obliga a los cónyuges a mirar hacia el abismo de su relación. Sin embargo las cosas no son tan sencillas.
La pareja es una ilusión, una extraña construcción abstracta, un ente inexistente. No existen dos, ni tres. Existe uno frente a una. Ese uno es una persona arrojada al océano del amor conyugal con la esperanza de encontrar su integridad en la conyugalidad. Pronto se instala el desencanto, ella (él) no es quien esperaba que sea. Es más me siento más solo con ella que cuando no la conocía. El amor exige desprendimiento de expectativas, obliga a la aceptación incondicional del otro y a la necesidad de sacar lo mejor del otro en un proceso infinito de reciprocidades.
Pero si uno (a) no fue amada, no sabrá amar. Esperará ser completado en la relación, buscará lo que no recibió y pretenderá cambiar al otro ante la decepción. En ese afán convocarán a los hijos en la batalla encarnizada para vengarse de quien les prometió completarlos.
Las parejas desamoradas provienen del sufrimiento, la inadecuada estructuración del sí mismo. De ahí que el síntoma del hijo(a) los distrae de sí mismos, es decir, del vacío personal.
El sufrimiento producido por la falta de legitimidad del sí mismo, promueve el encuentro con una persona en las mismas condiciones, carente de protección y de existencia previas ambos se embarcan en una relación apasionada. Cuando se produce el desencanto ambos se ven desolados por la acostumbrada presencia de la angustia. Se espera a los hijos con la esperanza de realizarse a través de ellos, cuando nacen, no ocurre lo esperado, son el depósito una vez más de las expectativas pendientes de las propias infancias. Durante la inserción de los (las) pequeños (as) a la escuela se suscita un juego vincular nuevo: los vástagos como víctimas del cónyuge. Se instala paulatinamente la triangulación, a través de alianzas y coaliciones, el sentirse atrapados obliga al creativo surgimiento del comportamiento estúpido.
El (la) psicoterapeuta debe hacer caso omiso del falso dolor producido por el artilugio sintomático y escudriñar con paciencia el sufrimiento hasta sentir en carne propia el sufrimiento generado por el rechazo, el abandono y la pérdida. Urge proteger a ese niño o a esa niña desolada habitante ingenuo del corazón, protector (a) desfalleciente del alma inerme donde radica el potencial de existencia, el sentido de la vida personal.
La terapia debe ofrecer el espacio para la emergencia sutil o abrupta del sentido del existir, en el afán del empoderamiento de la propia vida, comprendiendo que la desolación no debió ocurrir, los padres tenían el deber de cuidar y proteger, jamás tuvieron derecho de rechazar los talentos de sus hijos, su deber era apoyarlos sin condiciones orientando el quehacer moral de sus actos, al dotar de límites y obligar al respeto mutuo.
Reconocer la soledad injusta es muy doloroso, es preferible plantear al cigarro como el problema, a la comida como el problema, al rendimiento escolar como el problema, que asumir la falta de amor. También es doloroso darse cuenta de que no se amó a quien debió amarse. Descubrir con vergüenza las falencias como padres. Reclamaremos airosos por el retorno del síntoma…pero una vez develado su sentido ahora carece de sentido.
En terapia debe importarnos el sufrimiento sobre todas las cosas. Porque es donde radica el potencial del cambio, dejar de sufrir mueve a la búsqueda de horizontes donde sea posible la autorrealización. Para eso es ineludible dejarse consumir por la mirada de Medusa para luego activar el calor interno para destruir el barro que nos cubre…no es roca…es barro. Liberarse de las cargas ajenas, soltar los muertos podridos impedidos de partir, recuperar las cosas buenas recibidas y darle sentido a la rabia reprimida, algunas veces disfrazada de culpa o tristeza. Llorar hasta secar los ojos por ese niño o niña desvalido (a). Decir adiós y dar la bienvenida a la persona libre y dueña de sus decisiones.

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