miércoles, 18 de septiembre de 2013

Coacción sexual, hormonas y tratamiento psicológico

Por: Dr. Bismarck Pinto Tapia

 1. Introducción 

Se entiende por coacción sexual a cualquier acción violenta que involucre aspectos sexuales desagradables para la víctima, aunque también supone la subyugación por parte del agresor a través del uso de la fuerza o por la amenaza (Mardorossian, 2002, Rathus, Nevid y Fichner- Rathus, 2005). La Organización Panamericana de la Salud (2003) estableció que se debe entender por violencia sexual a “todo acto sexual, la tentativa de consumar un acto sexual, los comentarios o insinuaciones sexuales no deseados, o las acciones para comercializar o utilizar de cualquier otro modo la sexualidad de una persona mediante coacción por otra persona, independiente de la relación de esta con la víctima, en cualquier ámbito, incluidos el hogar y el lugar de trabajo” (p. 161). El abuso sexual es una forma de violencia que atenta contra la integridad física, y psicológica de la víctima. Por ello, un abuso sexual constituye un acto sexual impuesto a un/a menor que carece del desarrollo emocional, madurativo y cognoscitivo para consentir en dicha actividad (Echeburúa, De Corral, Amor, 1997). Se deben considerar tres aspectos a la hora de establecer la presencia de abuso sexual: la asimetría de edad, el tipo de estrategias de coerción y el tipo de conductas sexuales (Lameiras, Carrera y Failde, 2008). El primer criterio hace referencia a que el agresor es una persona adolescente, adulto o anciano y el otro es un/a menor. El segundo criterio relacionado con las estrategias de manipulación a las que se somete al menor, entrañan engaños, presiones y chantajes. El tercer criterio implica todas las formas de conducta sexual con o sin contacto corporal, incluyendo contacto anal, genital u oral, caricias sexuales, peticiones sexuales pornografía o exhibicionismo (O´Donohuey Geer, 1992). Si partimos de que violencia es la imposición de la voluntad de una persona sobre otra (Laughlin y Warner, 2009), el abuso sexual es una forma de violencia, donde la genitalidad se presenta como un elemento añadido. Las personas que han sido víctima de abuso sexual no consideran haber tenido una experiencia sexual, sino una vivencia de terror ante la posibilidad de morir (Pereda, 2009). Es un error considerar al abuso sexual como un comportamiento sexual. La sexualidad implica necesariamente la interacción placentera entre personas responsables (Masters y Johnson, 1966; Lazarus, 1988). Si no existe libertad de decisión no es posible el placer, y sin placer no se puede hablar de sexualidad. Las agresiones sexuales infantiles son una experiencia traumática con repercusiones negativas en la salud mental de quienes las padecen (Echeburúa y De Corral, 2006). La prevalencia del abuso sexual contra mujeres es superior a la agresión contra varones, por ejemplo en un estudio sobre mujeres universitarias que fueron agredidas sexualmente en algún momento de su vida, se encontró que 15% lo había sido (Koss, Gidycz y Wiesniewski, 1987). No se trata pues, de una experiencia sexual, la víctima se referirá a ella como a un evento traumático asociado a la violencia que afecta sobre todo a la imagen de sí mismo/a, desarrollando mecanismos para afrontar la vida ceñidos en el evento violento (Kamsler, 2002)

 2. Perfil del agresor sexual 

¿Qué lleva a que una persona se comporte como un agresor sexual? Su perfil señala mayor probabilidad de varones que mujeres (80 a 92%) sobre todo cuando la víctima es mujer (González, Martínez, Leyton y Bardi, 2004). En un estudio efectuado en prisioneros de la cárcel de Pereiro de Aguiar (España) se encontró que los delincuentes sexuales de mujeres adultas presentan más síntomas de hostilidad, mientras que en los abusadores de menores se detectan más síntomas de ansiedad fóbica (Castro, López y Sueiro, 2009). El ofensor sexual tampoco se enmarca dentro de los cánones esperados del placer sexual, sino que lo reforzador es la sensación de poder y control (Madanes, 1993, Rambo, 2009). La conducta violenta no debe ser reducida a la respuesta sexual del agresor porque importa el contexto relacional donde se produce. La víctima se siente traicionada porque fue engañada por alguien en quien confiaba ya que la mayoría de agresores/as pertenecen al entorno cercano de la víctima, como por ejemplo en un estudio llevado a cabo en Chile se indica que las personas que perpetraron el acto criminal fueron: figuras paternas (38,04%), miembros de la familia extensa (29,19%) o conocidos de la víctima (17,70%) (En: Lameiras, Carrera y Failde, 2008) datos que coinciden con estadísticas internacionales (May-Chahl, y Cawson, 2005). ¿El agresor sexual responde necesariamente a un perfil de personalidad? El estudio de Maffioleti y Rutte (2008) plantea un rotundo no, porque los datos que obtuvieron en una muestra de 70 ofensores sexuales en Chile muestran que no es posible identificar factores psicosociales ni de personalidad que por sí solos sean típicos de los agresores sexuales. Si bien es posible identificar una falta en el control de los impulsos, eso no significa que los agresores sexuales no hayan podido adaptarse al medio en el que vivían antes de manifestar la conducta violenta.

3. Etiología hormonal y su tratamiento 

Si los determinantes de la agresión sexual no se refieren necesariamente a un prototipo de personalidad, el otro factor en juego es el biológico. Marshal (2001) señala que pocos estudios han encontrado una relación significativa entre la presencia de una hormona (eventualmente la testosterona) con los delitos sexuales, los que sí encontraron alguna relación la establecen entre el 5 al 15%. Dabbs es uno de los más interesados en el estudio de la testosterona y su relación con el comportamiento humano, después de muchas investigaciones y revisiones de artículos científicos sobre el tema, concluye que es evidente que la testosterona se relaciona con el comportamiento sexual pero que la relación no es precisamente clara (Dabbs, 2002, pág. 121). Dabbs, Carr, Frady y Riad (1995) revisan los niveles de testosterona en setecientos reclusos estadounidenses y obtiene “registros atemorizantes” en aquellos con más altos niveles de testosterona, pues eran autores de crímenes crueles (violación, abuso infantil, homicidio, asalto y robo). Estos reclusos estaban involucrados en comportamientos destructores y combativos dentro del penal, los guardias los identificaban con los más peligrosos. Uno de cada veinte prisioneros es mujer, por lo que Dabbs, Ruback, Frady, Hooper y Sgoutas (1988) sus colaboradores investigan el nivel de testosterona de 171 prisioneras, encontrando una relación significativa entre los niveles altos de testosterona y el crimen violento. Dabbs indica, por ejemplo, que tanto los varones con altos niveles de testosterona como aquellos con bajos manifiestan satisfacción en su vida sexual. Lo más significativo tiene que ver con que los varones con niveles de testosterona superiores al promedio manifiestan mayor variabilidad en su vida sexual (ob.cit.) Podemos concluir entonces, que la testosterona se relaciona con el comportamiento violento pero que no es posible aseverar lo mismo en relación al comportamiento sexual. Se han planteado como alternativas de prevención la castración quirúrgica y la inhibición de la testosterona. La primera es una operación irreversible, mientras que la segunda es reversible (Rösler y Witztum, 1998) Se ha usado la Depo-Provera (una forma sintética de la progesterona) para inhibir la producción de testosterona, es lo que se denomina “castración química”. Lemonick (1997) plantea que los estudios europeos acerca de la eficacia del método en la disminución del crimen deben ser revisados debido a que las personas sometidas a la Depo-Provera fueron criminales voluntarios para ser castrados, lo que las convierte en personas inusuales. “Cuando la castración química funciona, lo hace al disminuir la violencia general de un recluso más que disminuir su interés en el sexo” (Debbs, ob.cit., pág. 121). Otro problema en la elaboración de conclusiones sobre la testosterona y su influencia en el comportamiento sexual es que esta hormona incrementa la frecuencia de relaciones sexuales, pero a su vez, las relaciones sexuales incrementan la producción de la testosterona. ¿Qué es primero, el huevo o la gallina? Aún más, la anticipación del comportamiento sexual incrementa la testosterona (Debbs, ob.cit.). Por su parte, Fitzgerald (1990) promueve el uso de la Medroxiprogesterona acetato (MPA) como un recurso idóneo para la disminución del crimen puesto que disminuye el deseo sexual del agresor sexual permitiéndole seguir con el programa terapéutico de rehabilitación, además que no viola la integridad del acusado al no generarle ningún daño cruel. Guimón (2007) expresa que la mayor dificultad en la aplicación de los inhibidores de la testosterona es que resulta difícil diferenciar la parafilia o variación sexual atípica (ejemplo: sado masoquismo, voyeurismo, fetichismo, etc.) de la agresión sexual, principalmente porque su definición ha sido distinta en la historia y culturas. Es imprescindible diferenciar el deseo “desviado” del parafílico del impulso incontrolable del ofensor sexual. Las características del agresor sexual pueden referirse a perfiles parafílicos, trastornos de personalidad, trastornos de ansiedad o psicopatologías graves. Malamuth (2003) plantea que la conducta coercitiva sexual se presenta en una amplia gama de personalidades, en las que se superponen los rasgos de distintos cuadros psicopatológicos; los criminales y los no criminales poseen – a pesar del sentido común- características similares. En otro estudio, el mismo autor encontró que en los criminales sexuales el interés por la pornografía es un factor que incrementa la probabilidad de la acción sexual delictiva, sin embargo no todos los consumidores de material pornográfico son agresores sexuales (Vega y Malamuth, (2007). También se estableció que los agresores sexuales cometieron a menudo otros varios actos antisociales además de la agresión sexual, mientras que los no criminales presentaban indicadores de personalidad antisocial pero que nunca derivó en conductas sexuales violentas (Vega y Malamuth, ob.cit.). La directora del Instituto de Psicología Forense de Granada (España) ha manifestado que “la mayoría de los violadores no tienen un problema sexual, sino que utilizan la agresión sexual como medio para expresar su violencia” (En: Smik, 2010). Por lo tanto, el tratamiento hormonal sólo se aplica a aquellos delincuentes sexuales que poseen patrones sexuales anormales, según las estadísticas, al 10% de los agresores sexuales, para el resto lo mejor es la psicoterapia dirigida a resolver los problemas de hostilidad, control de impulsos y baja autoestima (Smik, ob.cit.). A pesar de no haberse resuelto la polémica en relación al uso de los inhibidores de la testosterona, la provincia de Mendoza en la Argentina procedió con su aplicación debido principalmente al argumento de la reincidencia de los violadores, aunque estos criminales no tienen la obligación de someterse a este programa pero quienes se nieguen perderán la posibilidad de reducir sus condenas y de obtener libertad condicional (Smik, 2010b). Estudios realizados en Estados Unidos, España y Francia demuestran que la reincidencia de violaciones disminuye en 60% (Smik, ob.cit.). Sin embargo la inhibición de la testosterona no afecta otros aspectos de la coacción sexual como el deseo de amenazar al otro. Por otra parte, se presentan efectos secundarios (v.g., crecimiento del vello corporal, acné crónico). En Francia se vio que después de tres a cuatro semanas los niveles de testosterona se volvían a equilibrar luego del tratamiento con inhibidores, para después presentarse una disminución notable del deseo sexual (Lissardy, 2009). El uso de inhibidores hormonales no es suficiente en el tratamiento de los agresores sexuales (Briken, Hill y Berner, 2003). Olver y Wong (2009) investigan la eficacia de los programas terapéuticos aplicados a 156 prisioneros diagnosticados como psicópatas en cárceles federales de los Estados Unidos, encontrando que en general, los resultados sugieren que, dada las intervenciones de tratamiento apropiadas, los delincuentes sexuales con importantes rasgos psicopáticos pueden mantenerse en un programa de tratamiento institucional y las mejoras pueden reducir el riesgo tanto para la reincidencia sexual y violencia. El senado Francés presentó un estudio donde se refiere que en Alemania, Bélgica, Dinamarca, España, Gran Bretaña y Suecia el tratamiento puede aplicarse a ciertos delincuentes si lo aceptan voluntariamente. Sin embargo, hubo oposición al planteamiento francés, principalmente porque se está atentando contra los derechos humanos. Se plantea la decisión voluntaria del recluso al mismo tiempo que se la amenaza con la pérdida de ciertos beneficios. Finalmente, se considera el proyecto como una medida política que no considera los factores sociales inmersos en la problemática (Lissardy, ob.cit.).

 4. El enfoque ecosistémico 

Partiendo de que la probabilidad de coacción sexual es mayor entre miembros de la familia, el problema debería considerar los factores familiares responsables. Perrone (1997) plantea que el abuso sexual en las familias reconstituidas y las monoparentales son las que tienen más probabilidades de fomentar contextos de coacción. El padre por lo general responde al siguiente perfil: reservado, poco asertivo, con vínculos relacionales pseudo igualitaristas o bien se sitúa en el otro extremo: violento con rasgos sádico-depredadores. La madre suele responder al siguiente perfil: inmadura, ambivalente, defensora de la unión familiar, niegan aquello que contradice su visión de familia y justifican todo lo que lo confirma (Perrone, ob,cit.) Linares (2002) valora los estudios acerca de los trastornos de apego y los enfoques ecosistémicos en la relación con la coacción sexual. Señala que los criminales sexuales pueden ser carentes de emociones inhibitorias y los desprovistos de una ley social de prohibición. Estos últimos pueden a su vez subdividirse entre los que justifican el abuso y los que fueron criados en contextos que no censuraban explícitamente la actividad sexual coercitiva. Barudy (1998) describe al padre abusador como perteneciente a uno de los dos grupos siguientes: el padre regresivo que vincula su coerción incestuosa con crisis existenciales y el obsesivo pedófilo crónico que tiende más al abuso extrafamiliar. La madre puede pertenecer a uno de tres grupos: aquella que rechaza y niega la presencia del incesto, la que es cómplice indirecta porque comparte aspectos de la visión del mundo del esposo, y la cómplice directa que instiga o participa en la coacción. La familia donde se produce el incesto se caracteriza por su disfuncionalidad ; la misma puede producirse en el ámbito conyugal o parental, o bien no existe armonía en la relación de los esposos o en la función protectora de los padres. Linares (2002) establece tres áreas de maltrato: la triangulación, la deprivación y el caos familiar. La triangulación hace referencia al involucramiento de los hijos en los conflictos conyugales (Pinto, 2005). La deprivación es la consecuencia del deterioro de las funciones parentales, deriva en el desinterés o la hostilidad hacia los hijos. El caos familiar es el resultado de la desorganización conyugal y parental propiciando una familia multiproblemática, donde se producen diversos fenómenos: emigración, precariedad laboral, prostitución, alcoholismo, etc., consecuentes todos ellos con la negligencia en el cuidado de los hijos (Linares, ob.cit.). La coacción sexual se produce en un contexto conformado principalmente por el agresor, la víctima, la familia de la víctima y el entorno social (Laughlin y Warner, 2009). Se trata de un ecosistema social donde el dolor ocasionado por el ofensor sexual no solamente atañe a su víctima sino al entono social. Por ello es imprescindible considerar las secuelas del abuso en los sentimientos de responsabilidad de los componentes sociales involucrados afectivamente con los actores principales del hecho. Existen cuatro dimensiones en la interacción familiar que corresponden al desarrollo emocional y espiritual de los miembros de la familia. En primer lugar se encuentra la dimensión donde las personas se esfuerzan para controlar su propia vida y la de los demás, es un lugar donde los miembros de la familia luchan entre sí para diferenciarse y ganar poder. La segunda dimensión se refiere al deseo de ser amado, se lucha para procurar atención y cuidados. La tercera tiene que ver con la necesidad de amar y proteger a los otros, obliga a establecer límites para no promover la intrusión, a mayor amor recibido más intensa es la necesidad de proteger a quien prodiga dicho amor. La cuarta dimensión se refiere al arrepentimiento y el perdón, es un lugar donde los miembros de la familia están dispuestos a reconocer los errores propios y ajenos, y donde se plantea la necesidad de perdonar (Madanes, 1993) Cuando se presenta el abuso sexual interno a la familia o externo, las cuatro dimensiones de la interacción se ven afectadas. Todos sienten que se ha fracasado en el afán de amar y ser amados, no se ha conseguido proteger por lo que se activa intensamente la cuarta dimensión: la necesidad del arrepentimiento y el perdón. Si no se ha reparado el dolor ocasionado por el abuso, toda la familia y no solamente la víctima sentirán los efectos de la experiencia a largo plazo. Se trata de efectos que lo invaden todo: el sentido de identidad, las relaciones con los demás, el amor, la sexualidad, la relación con los hijos, el trabajo y el equilibrio mental (Bass y Davis, 1995). El dolor del cuerpo es secundario al sufrimiento del espíritu: “…estuvo mal hecho porque provocó un dolor espiritual a la víctima” (Madanes, ob.cit., pág. 65). No importa cuál sea la religión o la cultura de la familia y la víctima, una coacción sexual es una violación del espíritu de la persona, se produce un dolor espiritual que impide la posibilidad de seguir viviendo. El dolor físico tiene un lugar donde duele, el dolor espiritual no. Algo se ha perdido, duele, pero no se sabe qué ni dónde (Boss, 2002). El ofensor sexual por lo general niega su conducta abusiva o culpa a los demás por sus actos. El proceso terapéutico se inicia con la confrontación de su responsabilidad, ayudarlos a comprender los motivos que le llevaron a cometer la conducta violenta, las consecuencias de lo que hicieron en la víctima y en quienes la aman, el efecto y sus propios seres queridos, promover el arrepentimiento y la necesidad de perdón, buscar alternativas para promover la reparación, alentar el desarrollo de mayor estima y respeto (Elms, 2002). Borduin y sus colegas (Borduin, Henggeler, Blaske, y Stein, 1990) mostraron un nivel de efectividad del 12,5% en la aplicación de Terapia Multisistémica (TMS) en relación al 75% de personas que volvieron a ser detenidas por delitos sexuales en tres años de seguimiento. Un segundo estudio, (Borduin, Schaeffer, y Heiblum, 2009) incluyó a 48 menores delincuentes sexuales al azar que fueron sometidos a la TMS. Ocho años y nueve meses después del tratamiento se observó que los participantes fueron significativamente menos propensos que sus contrapartes a cometer delitos sexuales (8% vs 46%) y no sexual (29% vs 58%). Letourneau, Henggeler, Borduin, Schewe, McCart, Chapman, Saldana (2009) presentan un estudio de eficacia donde comparan la TMS adaptada para los menores delincuentes sexuales con los servicios típicos de las previstas para los menores delincuentes sexuales en la juventud estadounidense. Fueron asignados al azar a la TMS 67 jóvenes agresores y al tratamiento habitual 60 adolescentes. Los resultados doce meses después fueron evaluados para identificar la presencia de problemas de comportamiento agresivo sexual. En relación con los jóvenes que recibieron apoyo con TMS se evidencia una reducción significativa en los problemas de comportamiento sexual, delincuencia y consumo de sustancias. Los resultados sugieren que la familia y las intervenciones que recurren a la comunidad, se manifiestan como una promesa considerable para satisfacer las necesidades clínicas de los delincuentes sexuales. El principal problema de la terapia aplicada a los agresores sexuales es la asistencia y llegada al término del tratamiento psicoterapéutico, por ejemplo, Larochelle, Diguer, Laverdière, Gamache, Greenman y Descôteaux, (2010) establecieron que el 40% de cincuenta abusadores sexuales de niños abandonaron un programa de tratamiento cognitivo conductual estimado en 65 sesiones. Luego vieron que aquellos que no cumplieron con el tratamiento respondían a estructuras de personalidad antisociales. Langevin (2006) en un estudio llevado a cabo sobre 778 varones recluidos por abuso sexual, encontró que el 50,6% manifestó interés en la psicoterapia, de los cuales el 42 % asistieron a algún programa de tratamiento psicológico y 13,6 % completaron el programa. Lo que muestra una vez más la pluralidad de factores que inciden en las características de los agresores sexuales. No es posible afirmar tácitamente qué tipo de tratamiento es el más conveniente, puesto que depende de distintas condiciones que no solamente involucran a la personalidad del agresor sino a las circunstancias del hecho. En un estudio llevado a cabo en un centro penitenciario de Madrid, se estudió el efecto de un programa sobre el control de impulsos en 21 prisioneros en comparación con 22 internos que no recibieron el tratamiento. Los resultados determinaron que el grupo experimental tuvo una reincidencia menor que el grupo control (13% vs. 4,5%) (Valencia, Andreu, Mínguez y Labrador, 2008).

 5. Conclusiones 

 Los estudios revisados coinciden en que no todos los ofensores sexuales pueden ser tratados de la misma manera, habrá los que respondan mejor al tratamiento biológico, aquellos que se adecúan para los programas basados en el control de la violencia, los que responden mejor a los tratamientos cognitivo comportamentales y los que se adaptan a las terapias de grupo. La terapia psicológica con enfoque sistémico se ha constituido en el último tiempo como una opción que permite el desarrollo de procesos terapéuticos breves aplicados a diversidad de trastornos. Una de sus aplicaciones es el abuso sexual en el tratamiento de la víctima, el agresor y sus respectivas familias (Madanes, 1993, Rambo, 2009). Los diputados de nuestro país desestimaron la propuesta de implementación de la “castración química” y elevaron la pena para el delito de abuso sexual a treinta años de cárcel. El proyecto debe ser analizado por los senadores (El Diario 17/09/2010) A partir de las consideraciones hechas en este artículo, la recomendación que emerge desde la psicología es que se debe tomar en cuenta la complejidad del problema, y se debe privilegiar los gastos del Estado para beneficiar a las víctimas y sus familias, propiciando espacios de atención psicoterapéutica. Los ofensores sexuales deberán ser sometidos a programas de rehabilitación que tomen en cuenta la singularidad de cada caso. Queda claro que no existe un medio terapéutico único para todos los criminales sexuales, sino que se debe ajustar la medida a la idiosincrasia de los sujetos.

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