Según datos del Instituto Nacional de Estadísticas, en 1990
se registraron 40322 matrimonios, durante el 2009 ocurrieron 25470. Por otra
parte el 2011 se registraron 5877 divorcios, en Bolivia se ejecutan dieciséis
divorcios al día.
Estos datos señalan que existe una disminución en el interés
de las parejas para contraer matrimonio. Hace dos décadas las parejas sabían
cuál era el destino de su amor: casarse. Hoy se ha perdido ese sentido. Algunas
parejas deciden romper el vínculo antes que dirigir sus pasos al altar, otras
establecen noviazgos interminables, y algunas deciden la convivencia en vez del
matrimonio.
Casarse es establecer un vínculo amoroso con la aprobación
de la sociedad y de Dios. Por eso es que se establece el matrimonio civil y el
religioso, el primero consolida los derechos y deberes conyugales según las
pautas de las leyes imperantes, el segundo sella el lazo amoroso ante las
normas establecidas por la religión que profesan los cónyuges. Ambos lo que
hacen es afirmar socialmente el compromiso de lealtad y de consolidación eterna
de la relación de pareja.
La palabra matrimonio tiene su origen en el latín y quiere
decir “lugar de la madre”, porque será en el espacio marital que los hijos podrán
reconocerse como legítimos de la pareja. La palabra esposo/esposa, de origen
griego (sponsus/sponsas) significaba “hacer un acuerdo”, hace pues alusión a la
promesa del acuerdo conyugal para vivir juntos para siempre. Marido del latín maritus, hace referencia a “hombre” en
el sentido de que la persona dejó de ser niño.
El matrimonio es una etapa del ciclo vital en la que los
hijos dejan de ser tales para asumir la responsabilidad de construir una nueva
familia. Recién es posible reconocer las diferencias en la convivencia, asumir
la necesidad de adaptarse a ella y también aprender a negociar ante los
impases.
Muy poco o casi nada saben el uno del otro durante el
noviazgo, puesto que ninguno tiene que pelear por la prevalencia de sus
valores. El matrimonio exige competencias de supervivencia y de adaptación a la
convivencia. No existe relación entre la capacidad de amar y la capacidad de
coexistencia. Es probable que los jóvenes novios consideren la posibilidad de
evaluar la predictibilidad de éxito matrimonial antes de concretarse la
convivencia.
No existe forma de asegurar la viabilidad de un matrimonio
feliz antes de contraerlo. Si bien los niveles de pasión y de intimidad pueden
fortalecerse durante el noviazgo, el matrimonio exige una renovación de los
mismos puesto que las actividades cotidianas conllevan la aparición de la
fatiga y el estrés, factores que indudablemente afectarán a la sexualidad y a
la intimidad.
El casarse implica la formación de una nueva familia, la
llegada de los hijos y las necesidades económicas requieren una organización
empresarial sólida entre los esposos, si bien el amor puede fomentar
positivamente las habilidades de negociación, comunicación y afrontamiento de
problemas, no es suficiente para la eficacia del matrimonio. La nueva familia
obliga a:
1.
la postergación de la realización personal
debido a que la pareja debe asumir responsabilidades económicas para mantener
el hogar y la educación de los niños.
2.
el establecimiento de límites con la familia de
origen para concretar la formación de valores sinérgicos entre ambos cónyuges
que determinarán los criterios de relacionamiento conyugal y los parámetros de
educación de los hijos.
3.
el delimitar los vínculos con las amistades
personales y la formación de amigos comunes a la pareja.
4.
la renuncia tácita a vínculos amorosos sexuales
y/o afectivos con otras personas, estableciendo fidelidad perenne con la
pareja.
5.
el abandono de la vida de solteros para
concretar un estilo de vida matrimonial.
Es probable que los jóvenes teman abandonar sus metas
personales porque intuyen que el matrimonio les obligará a plantear metas con
su pareja. A la par de abandonar la casa de la familia de origen. Es
interesante comprobar que en Europa los hijos se resisten a abandonar a sus
padres debido a la crisis económica, por lo que es más seguro mantenerse
dependientes que correr el riesgo del desempleo fuera de casa.
En nuestro país se está viviendo intensamente el proceso de
emancipación femenina: las mujeres no quieren depender de los hombres. Por ello
es que se presentan más crisis matrimoniales, además menos motivación para la
maternidad y el matrimonio en las jóvenes.
Ya no está escrito que por el solo hecho de haber nacido
mujer el destino es ser madre y esposa. Las mujeres se han rebelado contra el
modelo paternalista y promueven como prioridad su autorrealización, motivo por
el que es preferible la postergación del matrimonio. Los varones no hemos sido
preparados para esta revolución femenina, mantenemos los moldes familiares
machistas y el estereotipo maternal de la mujer. Cuando emerge la emancipación
femenina durante el matrimonio, los esposos entramos en crisis, no tenemos los
recursos para hacernos cargo del hogar. En los casos más lamentables, los
hombres recurren a la violencia o al chantaje para mantener a la madre-esposa
con ellos.
Las jóvenes de las familias violentas han vivido años
contemplando la brutalidad de sus padres, por lo que esa experiencia se
instaura una base sólida para evitar el matrimonio. Por lo tanto la integración
de la necesidad de emancipación y la mala fama del matrimonio, derivan en el
rechazo a la concreción de una familia.
Consecuencia de estas crisis es la desorientación de las
parejas jóvenes, todos los días después de mirarse el uno al otro, se dicen:
“amorcito…y ahora, ¿qué hacemos con nuestro amor?”. El amor se estaciona en el
presente, los amantes no saben qué destino darle a su relación, deviene la
desesperanza y la monotonía que suele pronosticar el final del vínculo y el anuncio
de uno nuevo que tampoco sabrá a dónde ir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario