martes, 22 de octubre de 2013

Amorcito, y ahora…¿qué hacemos con el amor?




Según datos del Instituto Nacional de Estadísticas, en 1990 se registraron 40322 matrimonios, durante el 2009 ocurrieron 25470. Por otra parte el 2011 se registraron 5877 divorcios, en Bolivia se ejecutan dieciséis divorcios al día.
Estos datos señalan que existe una disminución en el interés de las parejas para contraer matrimonio. Hace dos décadas las parejas sabían cuál era el destino de su amor: casarse. Hoy se ha perdido ese sentido. Algunas parejas deciden romper el vínculo antes que dirigir sus pasos al altar, otras establecen noviazgos interminables, y algunas deciden la convivencia en vez del matrimonio.
Casarse es establecer un vínculo amoroso con la aprobación de la sociedad y de Dios. Por eso es que se establece el matrimonio civil y el religioso, el primero consolida los derechos y deberes conyugales según las pautas de las leyes imperantes, el segundo sella el lazo amoroso ante las normas establecidas por la religión que profesan los cónyuges. Ambos lo que hacen es afirmar socialmente el compromiso de lealtad y de consolidación eterna de la relación de pareja.
La palabra matrimonio tiene su origen en el latín y quiere decir “lugar de la madre”, porque será en el espacio marital que los hijos podrán reconocerse como legítimos de la pareja. La palabra esposo/esposa, de origen griego (sponsus/sponsas) significaba “hacer un acuerdo”, hace pues alusión a la promesa del acuerdo conyugal para vivir juntos para siempre. Marido del latín maritus, hace referencia a “hombre” en el sentido de que la persona dejó de ser niño.
El matrimonio es una etapa del ciclo vital en la que los hijos dejan de ser tales para asumir la responsabilidad de construir una nueva familia. Recién es posible reconocer las diferencias en la convivencia, asumir la necesidad de adaptarse a ella y también aprender a negociar ante los impases.
Muy poco o casi nada saben el uno del otro durante el noviazgo, puesto que ninguno tiene que pelear por la prevalencia de sus valores. El matrimonio exige competencias de supervivencia y de adaptación a la convivencia. No existe relación entre la capacidad de amar y la capacidad de coexistencia. Es probable que los jóvenes novios consideren la posibilidad de evaluar la predictibilidad de éxito matrimonial antes de concretarse la convivencia.
No existe forma de asegurar la viabilidad de un matrimonio feliz antes de contraerlo. Si bien los niveles de pasión y de intimidad pueden fortalecerse durante el noviazgo, el matrimonio exige una renovación de los mismos puesto que las actividades cotidianas conllevan la aparición de la fatiga y el estrés, factores que indudablemente afectarán a la sexualidad y a la intimidad.
El casarse implica la formación de una nueva familia, la llegada de los hijos y las necesidades económicas requieren una organización empresarial sólida entre los esposos, si bien el amor puede fomentar positivamente las habilidades de negociación, comunicación y afrontamiento de problemas, no es suficiente para la eficacia del matrimonio. La nueva familia obliga a:
1.       la postergación de la realización personal debido a que la pareja debe asumir responsabilidades económicas para mantener el hogar y la educación de los niños.
2.       el establecimiento de límites con la familia de origen para concretar la formación de valores sinérgicos entre ambos cónyuges que determinarán los criterios de relacionamiento conyugal y los parámetros de educación de los hijos.
3.       el delimitar los vínculos con las amistades personales y la formación de amigos comunes a la pareja.
4.       la renuncia tácita a vínculos amorosos sexuales y/o afectivos con otras personas, estableciendo fidelidad perenne con la pareja.
5.       el abandono de la vida de solteros para concretar un estilo de vida matrimonial.
Es probable que los jóvenes teman abandonar sus metas personales porque intuyen que el matrimonio les obligará a plantear metas con su pareja. A la par de abandonar la casa de la familia de origen. Es interesante comprobar que en Europa los hijos se resisten a abandonar a sus padres debido a la crisis económica, por lo que es más seguro mantenerse dependientes que correr el riesgo del desempleo fuera de casa.
En nuestro país se está viviendo intensamente el proceso de emancipación femenina: las mujeres no quieren depender de los hombres. Por ello es que se presentan más crisis matrimoniales, además menos motivación para la maternidad y el matrimonio en las jóvenes.
Ya no está escrito que por el solo hecho de haber nacido mujer el destino es ser madre y esposa. Las mujeres se han rebelado contra el modelo paternalista y promueven como prioridad su autorrealización, motivo por el que es preferible la postergación del matrimonio. Los varones no hemos sido preparados para esta revolución femenina, mantenemos los moldes familiares machistas y el estereotipo maternal de la mujer. Cuando emerge la emancipación femenina durante el matrimonio, los esposos entramos en crisis, no tenemos los recursos para hacernos cargo del hogar. En los casos más lamentables, los hombres recurren a la violencia o al chantaje para mantener a la madre-esposa con ellos.
Las jóvenes de las familias violentas han vivido años contemplando la brutalidad de sus padres, por lo que esa experiencia se instaura una base sólida para evitar el matrimonio. Por lo tanto la integración de la necesidad de emancipación y la mala fama del matrimonio, derivan en el rechazo a la concreción de una familia.
Consecuencia de estas crisis es la desorientación de las parejas jóvenes, todos los días después de mirarse el uno al otro, se dicen: “amorcito…y ahora, ¿qué hacemos con nuestro amor?”. El amor se estaciona en el presente, los amantes no saben qué destino darle a su relación, deviene la desesperanza y la monotonía que suele pronosticar el final del vínculo y el anuncio de uno nuevo que tampoco sabrá a dónde ir.

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