Papá...mamá...su divorcio me duele.
Por:
Dr. Bismarck Pinto Tapia
Los hijos comienzan
por amar a sus padres;
al crecer se ponen a
juzgarlos. A veces los perdonan.
Oscar Wilde
El
proceso de divorcio implica ineludiblemente el afrontamiento de una pérdida
ambigua. Es un duelo sin muerte física. La familia sufre cambios intempestivos,
las emociones concomitantes son confusas e indefinibles. Desaparece la familia,
uno de los progenitores se va y el otro queda destrozado.
En
la década de los ochenta, Pauline Boss investigó los efectos del divorcio en
los niños. Identificando la presencia de tristeza asociada a las pérdidas
complejas durante la separación de sus padres. Se trataba de una angustia
incomprensible, a la cual denominó “pérdida ambigua”[1]. Es sentir una pérdida a
pesar de la presencia de la persona, “está, pero no está”; o bien, al
contrario, percibir una presencia ausente, “no está pero está”. Ambas experiencias
las viven los hijos durante la ruptura amorosa de sus padres. Papá se fue, no
está, pero está; mamá se quedó, pero no está. A lo que se suma la sensación de
vacío con la nostalgia por la destrucción de la familia.
La
desolación en los hijos es muy grande, independiente a la edad, les es
imposible comprender lo acontecido.
En
la familia existen tres espacios relacionales: parental, conyugal y filial. El
primero hace alusión a los vínculos entre padres e hijos, es el subsistema en
el cual los hijos construyen una imagen de sus padres. El conyugal se refiere a
los lazos afectivos entre los padres como esposos del cual los hijos conocen
muy poco: desconocen la historia de amor de sus padres, los conflictos
conyugales y la manera íntima cómo papá y mamá se comportan al interior de su
matrimonio. Finalmente, el tercero hace mención a la relación entre hermanos.
El
impacto del divorcio se produce en función a la incongruencia o no entre el rol
de padres y el de esposos. Por ejemplo, si el padre es violento con los hijos,
cuando se produce la ruptura no existe incongruencia: “papá es malo, por lo
tanto comprendo que mamá ya no lo quiera”. Sin embargo, se produce disonancia
cuando papá es bueno y se atestigua la ruptura del matrimonio. ¡Los hijos no
saben cómo es papá como esposo!
La
situación se hace muy compleja, cuando uno de los cónyuges se esfuerza por
mostrar al otro como malvado, en un círculo vicioso: más amoroso como padre es,
más descalifico sus acciones parentales. También se complica cuando uno de los padres
o ambos, fingen una buena relación como pareja ante los ojos de los hijos.
Me
es común escuchar en mi práctica terapéutica a madres y padres diciendo: “no
quiero que mis hijos me vean triste”. Esto suele producir ambigüedad en la
percepción de los hijos, quienes intuyen la decepción sufrida por uno y otro
cónyuge hacia su relación amorosa, incongruente con las actitudes aparentemente
indiferentes o peor aún, alegres, mostradas por mamá o por papá. La comunicación
se perturba por el doble vínculo: “estás triste y contenta, sufres pero te
muestras indiferente o alegre”. ¿A cuál de los mensajes los hijos deben
responder?
Los
hijos inevitablemente sufrirán. No es posible evitar su dolor, lo más es acelerar
el proceso de duelo y disminuir la intensidad del sufrimiento. Para ello es
necesario comprender las tres posibles situaciones en las cuales los hijos
pueden verse involucrados[2].
La
primera, cuando el odio de los padres es muy grande, concentrados en su lucha
encarnizada, abandonan sus funciones parentales. En esa circunstancia los hijos
perciben la furia de las discusiones y los juegos maquiavélicos entre sus
padres. La sensación de impotencia gobierna a los hijos, nada pueden hacer. Se
instauran como testigos impasibles de los juegos insaciables de sus padres. A
la par, han sido abandonados. No presentan sus labores escolares, hay descuido
en su limpieza, los padres se olvidan de pagar las pensiones escolares, en fin,
se trata de pequeños víctimas de negligencia. Si hay suerte, la familia extensa
puede acoger a los pequeños, como el caso de los abuelos que fungen de padres.
Las consecuencias emocionales en los hijos son dramáticas, se producen estados
depresivos, manifiestos con aislamiento o violencia en la escuela. Si los hijos
son adolescentes pueden sobrevenir conductas adictivas, trastornos alimenticios.
Se producen vinculaciones amorosas tempranas, en las cuales se pretende
encontrar aquello perdido en la familia: protección.
La
segunda, cuando el vínculo amoroso entre los padres se rompe y ambos miembros
de la pareja se ocupan de sí mismos, olvidándose de los hijos. Si no encuentran
apoyo afectivo en los abuelos o en otros miembros de la familia extensa, se
producen graves estados depresivos colindantes a ideas suicidas o conductas
violentas favorecidas por el grupo de compañeros. Estos hijos pueden
involucrarse en pandillas, barras deportivas agresivas, grupos ideológicos
radicales y sectas religiosas destructivas. La desolación es insoportable, al
menos los anteriores pueden comprender su situación al contemplar la batalla de
sus padres, en este caso, no es así, de un momento a otro han sido abandonados.
Si el eje emocional perdurable en el primer grupo es el odio, en este caso lo
es la angustia, la cual se puede organizar dentro de un sistema de
comportamiento autolesivo, es decir, la persona se hiere físicamente para darle
sentido a su dolor y a su urgencia de protección: así cura la herida producida
por sí mismo.
Por
último, está la tercera situación relacional consecuente con el proceso de
divorcio, consiste en lo que los terapeutas sistémicos denominan “triangulación”.
Uno o ambos padres se involucran con el hijo en contra de su cónyuge
(coalición) o buscan en los hijos protección (alianza). Ya sea un hijo como
soldado de uno de los progenitores, o madre-hijo, se instalan en un juego ajeno
del cual es muy difícil salir. Los hijos albergan en sus corazones sentimientos
ajenos, pues pertenecen al padre o a la
madre. Se trata de un juego condicional, los hijos deben asumir la función delegada
para recibir protección y reconocimiento. La triangulación es producto de la
colusión, entendida como un acuerdo entre dos para perjudicar a un tercero[3]. Se trata de una pareja
establecida por expectativas infantiles, ambos solicitan al otro satisfacer
carencias afectivas de sus propias historias. El juego es infinito, al no poderse
concretar lo esperado, la solución es involucrar a un tercero, a los hijos. Las
consecuencias son devastadoras, los hijos dejan de vivir su vida para reparar los
vacíos de sus padres, renuncian a su infancia y a su adolescencia en pos del
amor de sus padres, al no recibirlo lo buscarán infructuosamente en sus
relaciones de pareja.
Durante
el proceso de divorcio, las relaciones con los hermanos se hacen fundamentales
para recibir comprensión y protección. Es normal ante la decadencia de la
función de padres que alguno de los hijos la asuma. Por lo general es el
hermano o la hermana mayor quien se hace cargo del cuidado y protección de sus
hermanitos. Esta acción puede ser beneficiosa para los hermanos protegidos,
pero tiene un costo para el mayor: sacrifica su desarrollo personal. En muchos
casos los padres enmarañados en su batalla y en la nostalgia, pueden obviar los
cambios en los roles y funciones de los hijos, por lo cual no se percatan de la
importancia del reemplazo. Así tenemos a un hijo renunciando a su vida por el
amor a sus hermanos sin recibir reconocimiento por parte de sus padres,
conllevando rencor. Las cosas pueden ser peores, cuando los hermanos no
comprenden los esfuerzos del mayor, descalificándolo o agrediéndolo. Es común
en esas circunstancias, el surgimiento de maltrato por parte del hermano mayor
hacia sus hermanitos.
Valga
la pena subrayar: el hermano mayor o hermana mayor no necesariamente lo es por serlo
cronológicamente, sino por la función desempeñada. En un caso de tres hermanos
mayores, la hermana menor fue quien asumió el rol de mayor. Identificaremos al
hermano o hermana mayor por dos cosas: renuncia a su vida propia y se hace
cargo de sus hermanitos.
Otro
fenómeno frecuente, es “el hermano como testigo”. Cuando el hermano o la
hermana mayor interceden en los conflictos de los padres, como por ejemplo,
cuando el esposo golpea a la esposa y el hijo se interpone para evitar mayor
maltrato, los otros hermanos pueden ser espectadores. Otra escena es cuando el
padre o la madre desahogan su furia contra el hermano mayor y los otros
hermanos lo presencian. La consecuencia es nefasta para los testigos. Saben que
el hermano mayor los protege, entienden su sacrificio, pero se sienten
impotentes de poderlo ayudar. El dolor es muy grande, puede asociarse a
sentimientos de culpa cuando se evalúan a sí mismos al crecer. Es
incomprensible el por qué no hicieron algo para defender al hermano querido.
Juzgan al niño impotente con la mente del joven, no pueden verse a sí mismos
como niños, de ahí la presencia de la angustia, precipitante no pocas veces de
sentimientos depresivos.
El
odio y la tristeza reprimidos, se mantiene durante el resto de la vida. Odio
por la injusticia, si los padres dejan de quererse no es justo que involucren a
los hijos. Tristeza por haber perdido el amor y la muerte de la familia. Son
sentimientos rara vez tratados por el entorno, más aún cuando al divorcio se lo
contempla como una solución a los malos matrimonios, sin percatarnos de la
realidad: se arrastra a toda la familia hacia un abismo.
Las
parejas en proceso de divorcio deben entender los efectos nocivos e inevitables
asociados al sufrimiento vivido por los hijos. Insisto, el divorcio legal no es
difícil, lo difícil es el divorcio emocional. Existen parejas convivientes
divorciadas emocionalmente, hace mucho tiempo murió el amor entre ellos, se
mantienen por evitar el dolor de los hijos y el qué dirán los demás; no se dan
cuenta del daño ocasionado por el fingimiento, a veces más tremendo que la
separación.
[1] Boss, P., & Greenberg, J.
(1984). Family boundary ambiguity: A new variable in family stress theory. Family process, 23(4), 535-546.
[2] Linares,
J. L. (2013). Pasos para una psicopatología relacional. Revista Mexicana de
Investigación en Psicología, 5 (2), 119-146.
[3] Willi,
J. (2002). La pareja humana: relación y
conflicto. Ediciones Morata.
1 comentario:
Y no hay otro escenario además de los tres citados. Uno en que ambos padres convengan que lo mejor es la separación y ambos hagan lo posible por no dañar a los niños. ¿Estar como amigos? Tal vez sea ingenuo pensar en eso.
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